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Antonio Meucci

28 de agosto de 2019

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Antonio_Meucci (Medium)

 

No resulta descabellado afirmar que el teléfono se inventó en La Habana, o al menos que aquí se inventó el prototipo a partir del cual surgió el tan útil y socorrido teléfono de nuestros días.

El creador se llamó Antonio Meucci, de nacionalidad italiana, quien salió de su patria hacia 1835 y llegó a La Habana, junto con su esposa, para trabajar en el teatro Tacón, donde se desempeñó de “maquinista”, es decir, como encargado de instalar y dirigir el funcionamiento de la tramoya, los decorados y la utilería del teatro, así como de producir los efectos escénicos que simularan fenómenos atmosféricos, batallas y demás efectos especiales.

Se afirma que por el decenio del 40 Meucci anduvo por Roma con las huestes de Giuseppe Garibaldi, y que en 1849 regresó a La Habana para dedicarse a loe estudios de electricidad. Afirma el sabio polígrafo Fernando Ortiz que aquí permaneció hasta el 7 de abril de 1850.

Ya a finales del siglo XIX una publicación prestigiosa, el semanario El Fígaro, daba los pormenores acerca de cómo Meucci realizó las prácticas de su invento, con el cual llegó a comunicarse con un amigo que se hallaba en otra habitación.

De Cuba marchó el inventor hacia Estados Unidos, donde pensaba hallar un patrocinador. En ese país lo propuso al director de la District Telegraph Company, a quien entregó una memoria descriptiva del invento.

Pasó el tiempo y al cabo de varios años Meucci regresó para conocer cuál era el veredicto. Entonces recibió como respuesta que sus planos se habían “extraviado”. ¡Casi 20 años habían transcurrido desde sus primeras experiencias practicadas en La Habana!

En 1876 el escocés-norteamericano Alexander Graham Bell consiguió la patente por la invención del teléfono y toda la gloria fue para él. Meucci presentó demandas, consiguió apoyo de algunos sectores periodísticos y pleiteó con escasos resultados. No desistió, batalló por sus derechos de paternidad del invento y de un modo más bien formal al menos lo logró.

Meucci murió en Nueva York en 1889, fecha por la que sumaba poco más de 80 años. Sus conciudadanos siempre le reconocieron los méritos y genialidad. Transcurrió más de un siglo y un día se supo que finalmente se había hecho justicia, al reconocerse la paternidad suya sobre el invento.

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