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Amelia Peláez (I)

9 de marzo de 2022

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“Para comprender la pintura de Amelia Peláez –apunta Loló de la Torriente, una de nuestras más grandes periodistas– hay que colocar a la artista en su casa de la Avenida Estrada Palma, cerca de la loma de Chaple. Ella y su casa forman parte del paisaje: de nuestra atmósfera, de nuestra isla de sol, encaje, palmeras y mar”.

Ese será el mundo de las vivencias de la genial artista que, sin duda, encuentra en ese espacio formas definitivamente cubanas, hechuras que encierran muchos de los elementos más específicos de nuestra tradición y que configuran hoy un punto de referencia obligatorio en la historia de nuestras artes plásticas.

Nacida el 5 de enero de 1896, en Yaguajay, en la actual provincia de Sancti Spíritus, hija de un médico y sobrina del ilustre poeta Julián del Casal, su familia toda se muda en 1915 para La Habana.

Fijan su residencia en una amplia casona de la barriada de La Víbora, en la que dormitan silenciosos, teñidos por la luz y el color del trópico, vitrales, medios puntos, enrejados, columnas barrocas, mamparas, frutas y flores.

Esa es la casa donde Amelia vivirá hasta su muerte, y que hoy es patrimonio cultural de nuestro pueblo. Edificada en 1912, con el paso del tiempo, se convertiría en sitio de concurrencia de artistas y escritores. Sus paredes, pues, serán testigos del nacimiento de casi toda su creación, en la que expresará lo cubano de un modo muy personal, con su exuberancia desmedida y su barroquismo criollo.

Decía Loló de la Torriente:

“En el patio de la casa, entre plantas y arriates, entre pájaros que cantan alegremente, entre la humedad y el sol, entre la luz el día y el fulgor del véspero, la pintora tiene su refugio”.

“Es el taller en que trabaja diaria y constantemente. Allí ha producido buena e importante parte de su obra, que no desmiente el riguroso conocimiento que posee tanto de los materiales como del ambiente de que está infusa: cielo azul, y húmeda y fragante tierra; sensual vibración de la luz y el color; voluptuosa placidez del descubrimiento y júbilo encendido por la vida que estrena y la órbita que cumple”.

En la Academia de San Alejandro, mucho antes de partir, se vincula con el maestro Leopoldo Romañach, a quien admirará por siempre.

En 1924 inaugura su primera exposición junto a su compañera de clases María Pepa Lamarque, y tres años después, en mayo de 1927, es invitada a la Exposición de Arte Nuevo patrocinada por la Revista de Avance, en lo que significa el primer reto público de la renovadora plástica cubana de vanguardia.

Viaja a los Estados Unidos. Recorre distintos países de Europa. Se establece en Francia y toma cursos especiales con la profesora rusa Alexandra Exter. Muestra su obra en la prestigiosa galería Zak y recibe una crítica muy favorable.

A su regreso a Cuba, en 1934, trae ya hecha como néctar propio, la gran lección de la pintura europea de todos los tiempos, pero recurriendo a los elementos naturales que la Isla le ofrece.

“Amelia Peláez, como reconociera el célebre muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, es el ejemplo más extraordinario de cómo debe aproximarse un artista vigoroso a las corrientes modernas de París”.

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