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A cada uno le toca una carga

3 de febrero de 2023

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istockphoto-924108718-612x612Terminaba de fregar la cafetera, cuando la puerta de entrada de la casa lloriqueaba ante los golpes. Eran toques lentos pero con ganas de derribarla. Creyó reconocerlos. Solo una persona era capaz de visitarla a las siete de la mañana y estaba lo suficientemente bien alimentada para mantener a sus años tal fuerza. Era una amiga de la infancia y le abriría la puerta. No era una familia gastadoras del dinero en trapos y que después no les alcanza para la alimentación. El hijo de ella era taxista. Le iba bien con su viejo carro revestido de modernidad, porque en la ropa de la hija y la nieta se mostraba la prosperidad. En los últimos tiempos, uno puede hasta calcular la entrada de los pesos en un hogar, fijándose en el vestuario de los más jóvenes. Era un taxista buen vecino. Cualquiera podía acudir a él en algún apuro que les cobraba menos o no les cobraba si se trataba de la ida a un hospital.
Abrió la puerta y le entró la imagen de la desesperación. La amiga temblaba y traía la cara mojada en lágrimas. No podía ni hablar. La tomó del brazo y la arrastró a la cocina. La hizo tragar un vaso de agua. Le secó la cara. Le tomó las manos y la llamó con el apodo de la infancia. En el rostro triste apareció una débil sonrisa. Estaba madura para hacerla hablar. Esta abuela jamaqueada por un descubrimiento narró una escena capaz de asustar a cualquiera.
Estaba en la cocina y sintió la voz de la nieta. Se asomó y la vio salir de su habitación con un hombre. No era un adolescente igual que ella, era un hombre hecho y derecho de unos treinta años. La muchachita no se inmutó. Lo tomó del brazo y lo acompañó hasta la puerta. Y se besaron como se besa ahora en las películas. Ni miró a la abuela. Regresó a su cuarto y se encerró. Ella no se atrevió a tocar en su puerta. Los padres estaban para Santiago y llegarían en dos días. Su hija siempre lo acompañaba en esos viajes largos. Y ella no sabía qué hacer. Desbordado los nervios, solo pensó en tocar en la puerta de ella.
Mientras preparaba un tilo fuerte para las dos porque ella también se cargó la preocupación, pensaba. Ya aceptaban ese inicio de las relaciones íntimas entre los adolescentes, siempre que se cuidaran y la pareja no le obstaculizara los estudios y la familia de él también controlara la situación. Pero este caso tenía matices propios. Aun si el hombre quisiera hasta casarse con la muchachita, seguro la sacaría de los estudios y le impediría recorrer ese tiempo inolvidable de la adolescencia.
Juntas saboreaban un tilo bien cargado. Y notándola más tranquila le recomendó la solución inmediata. Que no hablara con la muchachita porque seguro todo terminaría en una discusión y una subida de presión para ella. Tan pronto llegaran los padres, les contaría todo punto por punto, siempre advirtiéndoles que no se alteraran cuando hablaran con la hija. La amiga suspiró y con esa expresión casi angelical que los ancianos tanto hombres como mujeres colocan cuando intentan demostrar que en el pasado el comportamiento era diferente, la frenó en seco porque todavía no había concebido la comida del día para la familia trabajadora. La despidió sonriente y en nombre de la puerta le suplicó que no la tocara con tanta fuerza pues los tablones pedían la reposición aunque siempre ella estaría dispuesta a servirla.
Y mientras revisaba el inventario de comestibles, agradecía tanto a la radio como a la televisión los programas en que especialistas reconocidos le brindaban los armamentos para defenderse de estas diarias complicaciones del vivir en familia. Porque no solo de novelitas turcas vivimos las viejas y también los viejos, quienes las consumen también.

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