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Un rincón para los intercambios

6 de marzo de 2021

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casa-colonial-trinidadTres de la tarde. No era la hora en que mataron a Lola, era la hora en que él, bañado y con ropa limpia no planchada, se dirigía a su rincón particular. Porque para él, ese era su patio. El portal era para la mujer, para las mujeres. Allí, acomodadas en los sillones intercambiarían de los sucesos del barrio, los sucesos importantes relacionados con las vías digestivas. La última receta para preparar un arroz irreverente y los secretos destinados al trabajo cerebral, como hilar finales para la serie popular de turno. Y después, bajando la voz, alguna noticia respecto a una familia de integrantes siempre en trifulca por una mínima diferencia. Jamás las calificaría de chismosas, simplemente intercambiaban opiniones sobre hechos de la realidad social. Porque cuando a este patio querido llegaban sus amigos, los viejos amigos, así nombraban al ejercicio de aquilatar las contradicciones familiares de los otros. Porque los hombres y esto nunca lo hubiera admitido su padre, también gozaban de ese entretenimiento barrial. El de juzgar las vidas ajenas. Además, desde el portal, las damas estaban atentas al paso de un vendedor de palitos de tendedera, palos de trapear o de otra oferta casi anunciada en susurro amoroso.
Esta vez no se le olvidó el cojín para el banco. Quería pensar que la lluvia caída endurecía la madera y que no era que sus asentaderas se debilitaban con los años. Era un pesado banco imposible de elevar por el muro del patio. Las gallinas sí se elevaron por el muro, no en busca de un gallo. Por la decisión de alguien que las echó en un saco y se las llevó. Al principio, las extrañó. Por los huevos frescos, por los muslos de pollo y por el valor sentimental del recuerdo. Y aquí, el corazón se le estrujó entre los pliegues de las asentaderas. Porque recordar es volver a vivir la niñez, la adolescencia, la juventud. Y extrañaba el canto de algún gallo, uno solo al despertar.
Otros vecinos supieron de sus gallinas alzadas en sacos por los muros y los gallos desaparecidos en aras de algún sacrificio ceremonial. En el pueblo donde nació siempre la familia tuvo crías. Y esta casa que le entregaron cuando le nació el primer hijo estaba en un barrio en las afueras de la ciudad, pero a treinta minutos del Capitolio en un ómnibus con pocos o ningún asiento vacío, pero a su hora.
El alero lo resguardaba del sol de las tres de la tarde y hacía brillar las oquedades del muro. Y continuó en la revoltura de los recuerdos. Esos muros altos separaban las casas, algunas hasta con árboles frutales y las sábanas se dejaban colgadas hasta en la noche y amanecían blanqueadas por el rocío.
El sonido del tan tan de un reguetón le rompió la inspiración poética. El grito DE BOCADITOS DE HELADO, BOCADITOS DE HELADO, le heló el corazón, pero a la vez, le abrió el apetito y también el recuerdo de los antiguos carritos que llamaban a los niños con el tintineo de dulces campanitas. Tan desentonado era este vendedor como aguados eran sus bocaditos.

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