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27 de noviembre

27 de noviembre de 2019

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“Todo convida esta noche al silencio respetuoso más que a las palabras, las tumbas tienen por lenguaje las flores de resurrección que nacen sobre los sepulcros”, dijo nuestro Héroe Nacional José Martí en el Liceo Cubano de Tampa, al recordar el asesinato de los ocho inocentes estudiantes de Medicina en su aniversario número veinte.

El lunes 27 de noviembre de 1871,  el colonialismo español perpetuaba el más horrendo crimen de lesa humanidad en sus más de tres siglos y medio de mando en Cuba. El más horrible no por la cantidad de muertos, fueron solo ocho, mientras que en la guerra de 1895- 1898 murieron 228 mil cubanos.

Fue el más horrible por el simbolismo del hecho; no primaron ni los rígidos y caducos códigos de la Metrópoli, primó la ignorancia, la brutalidad, la saña y la venganza de los voluntarios españoles contra adolescentes que no habían cometido crimen alguno, ni siquiera con el pensamiento.

Los mismos voluntarios que el 23 de enero de 1869, a cien días del grito redentor de Céspedes en La Demajagua, hacían pagar a La Habana su primera gota de sangre, cuando apostados en las cercanías del teatro Villanueva, la emprendieron a tiros y sablazos contra la desarmada multitud de cubanos y cubanas.

Los mismos voluntarios que asaltaron el Palacio Aldama, y de lo que dijo el mayor general Antonio Maceo cuando llegó a La Habana en febrero de 1890, que veía en sus rostros el semblante del bruto con mando.

Los siniestros hechos de mil 871 comenzaron el jueves 23 de noviembre, cuando los alumnos de primer año de Medicina Anacleto Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos Medina y Pascual Rodríguez Pérez, en espera del profesor de Medicina que demoraría una hora, ya que realizaba exámenes en la universidad, tomaron el carro que conducía a los muertos para recorrer el área, mientras el alumno Alonso Álvarez de la Campa arrancaba una flor.

Ellos se encontraban en la sala de San Dionisio o de Anatomía, construida al lado del cementerio de Espada, ubicado desde 1806 aproximadamente entre las calles Vapor, San Lázaro, Espada y Aramburo.

El sábado 25, el celador del cementerio informaba al gobernador político de La Habana, López Roberts, que los estudiantes habían profanado la tumba de Gonzalo Castañón, muerto al año anterior a manos de un cubano durante una balacera en Cayo Hueso, y líder de los voluntarios españoles.

Cuando el celador y el gobernador llamaron al capellán, este dijo que las ralladuras de la tumba de Castañón las había visto desde tiempos atrás, y mostró como estaban llenas de polvo y humedad, lo que comprobaba que no habían sido hechas recientemente, pero no obstante, se acusó a los estudiantes de profanadores.

Se realizó un primer juicio contra 45 alumnos de Medicina, con la defensa del valiente capitán español Federico Capdevila, quien durante la vista tuvo que defenderse con su espada por las agresiones físicas de los voluntarios presentes, quienes no conformes con las penas aplicadas, gritaban frenéticamente: “ muerte, muerte”.

Se celebró un segundo juicio, en el que cinco estudiantes fueron condenados a muerte, pero no le bastaba a los voluntarios, quienes pedían más sangre joven y cubana.

Entonces tres más fueron seleccionados por sorteo, Carlos Augusto de la Torre, Eladio González y Carlos Verdugo, de quien se demostró que el día de los hechos se encontraba en la ciudad de Matanzas, pero eso no importaba, era joven, cubano y estudiante.

A las cuatro y veinte minutos de la tarde, los ocho inocentes estudiantes de Medicina fueron fusilados en la explanada de La Punta, bajo el mando del capitán Ramón López de Ayala, jefe del pelotón de fusilamiento.

A esa misma hora, un honrado español, el capitán del ejército regular, el canario Nicolás Estébanez Murfi pasaba por la acera del Louvre y al oír los disparos preguntó qué pasaba, le dijeron que fusilaban a los estudiantes, montó en cólera, rompió su espada Dijo que antes que la patria están la humanidad y la justicia y renunció a la carrera militar.

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