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170 años de José Martí: el liderazgo martiano

24 de abril de 2023

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El estudioso y al analista de la historia se pregunta cómo y por qué aquel emigrado hacía más de doce años, que no había participado en la Guerra de los Diez Años y que residía de manera fija en Nueva York desde 1880 pudo convertirse en el líder de revolucionarios cubanos desde 1891.

Varias razones explican cómo ocurrió aquel proceso que condujo a Martí a tan prominente responsabilidad, aceptada y sostenida con entusiasmo hasta su muerte en combate, llorada por todos los patriotas y suceso doloroso que, sin embargo, lo consagró para siempre como el Apóstol y el Maestro de la nación cubana.

Tres elementos explican tal liderazgo: el instrumento creado para unir a los patriotas; su amplio programa de liberación nacional y alcance continental y universal; y, muy destacadamente, las propias condiciones de su personalidad sostenidas a lo largo de su vida y, particularmente, durante su ejercicio como Delegado del Partido Revolucionario Cubano.

Esta organización surgió no como una propuesta individual martiana, sino como fruto de los análisis madurados a lo largo de su existencia y compartidos, desde fines de 1891, con las emigraciones de Tampa y Cayo Hueso, junto a su amplia relación por años con los varios sectores sociales de la emigración asentada en Nueva York. Martí estudió, aprendió y sintetizó la imagen sobre la patria de los diversos sectores sociales cubanos dentro y fuera del país; fue un analista original y sagaz de la geopolítica su época a escalas antillana, continental y mundial. De ahí, pues, el alcance universal de su programa, demostrado por la actualidad de sus objetivos esenciales. Su propia personalidad favorecía su liderazgo, dados su talento para conocer a fondo a las personas, la anchura y actualización de sus intereses cognoscitivos, su habilidad política para ajustarse a las circunstancias cambiantes y, sobre todo, su notable altura moral y de principios humanistas y de justicia social, más, que le permitieron una entrega plena a su obra de liberación, despojado de cualquier interés y vanidad personales.

La combinación de tales elementos explican la acogida de su persona entre los patriotas emigrados y los de dentro de Cuba, entusiasmados por sus ideas y sus actos, la franqueza de sus juicios y de su trato individualizado, y el respeto y el reconocimiento a sus colaboradores.

Prueba, entre otras muchas, de esos rasgos de su grandeza política, espiritual y moral puede apreciarse en su carta del 19 de abril de 1894 al Presidente del Cuerpo de Consejo del PRC en Cayo Hueso en que le agradece “por la prueba de confianza” recibida al ser reelecto como Delegado de la organización: “El mérito de ese nombramiento no está en la humildad de quien la recibe, sino en la nobleza de quienes la hacen.” Aclara, además, ante el obvio peligro de que la carta fuera interceptada por el espionaje colonialista, que no cumple “el deseo de descubrir ante ese Consejo algo más de sus intenciones inmediatas”; insiste en su deseo no “de acción súbita, y de efectos precipitados y mezquinos”; y con madurez plena afirma: “La virtud de los revolucionarios se iguala, señor Presidente, a la posibilidad práctica de la revolución.”

Martí ejercía así en esa comunicación las condiciones de su liderazgo.

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