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Y tu abuela, ¿dónde está?

12 de octubre de 2013

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Alegre, la hija le avisó que los bisnietos vendrían a conocerla. Al principio, la noticia le agradó y marchó al dormitorio a elegir la ropa con que los recibiría. A unos meses de cumplir los 80, todavía mantenía las normas aprendidas en la infancia. A la visita, a recibirla con los merecimientos y la dignidad apropiada, aunque pertenezcan a la familia. Y si bien el corazón le latía por la emoción de abrazar a la nieta, los hijos eran solo iluminadas fotografías enviadas por el correo electrónico. Además, esta bisabuela de piel oscura, ¿les agradaría?
Mientras elegía la ropa adecuada, recordaba aquella poesía que el santiaguero Carbonell declamaba en desborde de gracia y escondida intencionalidad fustigadora de aquel racismo. A la abuela la escondían en la cocina para encerrar la marca africana. Y estos bisnietos francesitos eran los hijos de una nieta en que los labios carnosos y el rizado pelo, eran los solitarios anunciadores de que tenía una abuela con opciones para ser escondida en una cocina.
En las últimas fotos recibidas, la querida nieta exhibía su encrespado pelo y sus gruesos labios. Todavía no le había dado por aplicarse esas cremas mágicas que hasta a las pasas más rebeldes la convertían en pelos de tusa de maíz y tampoco había sometido su boca a la pericia de un cirujano estético. El francés simpático la conoció durante aquel curso en que fueron compañeros en la tesis, porque esta nieta, al igual que las otras, no eran chiquillas alocadas y comprables, de lo que presumía altiva la anciana jubilada después de 50 años de ejercer el magisterio.
Le pidió a la hija la preparación del baño, ese baño con agua caliente y un chorro de colonia. Ni esa combinación probada para disminuir las tensiones, le borró la preocupación de sentirse rechazada por los francesitos bisnietos. Esa mente todavía dispuesta para el análisis concienzudo, le perjudicaba hoy el gusto de sentirse multiplicada allá por la Europa.
Solo dos días transcurridos de la llegada y la muchacha gestionaba la visita a la abuela, vecina de un barrio alejado del centro de la urbe. Se había alojado en casa de los padres en donde la visitaron las tías y los primos. Dada la edad, era injusto someter a la abuela a un viaje en ómnibus, así que irían a verla y el viaje a la playa, anhelado por los niños, surgiría al otro día.
La familia francesa llegó esa tarde y las lágrimas y besos se confundieron en el apretado abrazo, mientras el francés también emocionado, aguardaba por saludar a la culta anciana. Los niños esperaban su turno. Eran unos gemelos intranquilos de boca jugosa y pelo rubio rizado. Sonrieron tímidos ante la octogenaria y casi a dúo, pronunciaron en español un “abuelita linda” que derritió a la visitada. El color negro de la piel y el blanco sonrosado se reunificaron. No, no, no la esconderían en la cocina.

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