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El primer alumno de José Martí

31 de agosto de 2020

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Madre-americaMartí ejerció la enseñanza en pocos momentos de su agitada existencia. Niños, adolescentes, jóvenes universitarios y adultos, lo mismo cubanos que extranjeros recibieron sus clases. Fue un maestro intuitivo, que se mantuvo al tanto de variadas experiencias de su época. Y gracias a los testimonios de muchos de aquellos alumnos que disfrutaron sus clases se han podido conocer algunos de sus procedimientos pedagógicos, en más de un caso considerados de avanzada para entonces. De su paso por Guatemala dijo que ese país “Lo hizo maestro, que es hacerlo creador.” Creador, podría decirse, de personalidades de permanente inquietud intelectual, de ancha cultura universal, con un sentido de amoroso servicio humanista. En todos esos testimoniantes se evidencia admiración, respeto y cariño hacia aquel maestro inolvidable.
Hasta donde sabemos, fue en Madrid, durante su primera deportación a la metrópoli, que el entonces joven estudiante universitario dio comienzo a tareas pedagógicas con el hijo de la cubana Bárbara Hechavarría Carmona, viuda del general español Valentín Joaquín Ravenet Marentes, con quien se había casado en su natal Santiago de Cuba en 1869, año en que nació su único hijo, Pedro Joaquín Ravenet Hechavarría.
Barbarita, como le decían, era una madre joven que no tuvo buena acogida por la familia del marido y, como a otros cubanos, recibió en su casa durante 1872 a Martín y a Fermín Valdés-Domínguez, estudiantes respectivamente de Derecho y Medicina. Fue ella quien pidió a Martí que diera clases a Pedro Joaquín. El joven profesor de 19 años dedicó las tardes a esos menesteres docentes que incluían a un hijo del general durante un matrimonio anterior.
Tales clases ocurrieron entre mediados de aquel año y mayo del siguiente, cuando Martí y Fermín marcharon a Zaragoza para continuar sus estudios en la universidad de la capital aragonesa. Pedro Joaquín Ravenet, por tanto, fue su alumno entre los cuatro y los cinco años de edad. Quizás se encontraron durante algunas de las visitas martianas a Madrid hasta su salida hacia Francia en diciembre de1875, en camino a México para reunirse con su familia. Más nunca volvieron a verse Pedro Joaquín y su maestro.
Las vidas de ambos transcurrieron por opuestos caminos: Martí, atenazado por el deseo de ver a su patria libre del colonialismo; el alumno, convertido en un militar del ejército español. En 1895, al comenzar la Guerra de Independencia, fue destacado en Santiago de Cuba, ya con el grado de teniente, y fue incorporado a la columna que al mando del entonces coronel José Ximénez de Sandoval se dirigió hacia Dos Ríos en busca de Máximo Gómez y de Martí. El 19 de mayo participó en el combate en que halló la muerte el Maestro de los cubanos, su maestro de infancia. ¿Recordaría Pedro Joaquín aquellos tardes madrileñas junto a su preceptor mientras la columna conducía apresuradamente su cadáver y al día siguiente le daban sepultura en Remanganaguas? ¿Evocaría el teniente de España la imagen, la palabra, los gestos del jovenzuelo cubano patriota? ¿Le tocó en suerte al antiguo alumno acompañar los restos de su profesor hasta su último destino en Santiago de Cuba como parte de la escolta de 600 soldados al mando del teniente coronel Manuel Michelena, su jefe inmediato en el combate de Dos Ríos?
No es aventurado colegir que aquellas jornadas deben haber removido los recuerdos de Pedro Joaquín relacionados con Martí. Años después, ya dado de baja del ejército sin derecho al retiro, viviendo en Santiago de Cuba, publicó un texto en el diario habanero “La Lucha” con sus recuerdos de infancia. Allí escribió: “…mi Martí tenía 18 o 20 años cuando yo le conocí; cuando yo le escuché; cuando se sentó a mi mesa; cuando me enseñó Gramática.” Y describe así a Martí y a Fermín: “Caracteres en los que el concepto de dignidad se hallaba acrisolado. Convencidos de su noble valor, velaba sobre sus frentes una nube de amargura, en sus labios una sonrisa de buena educación impregnada de tristeza, pero se erguían, arrogantes, saturados de dignidad.” El hombre Pedro Joaquín guardó, pues, admiración por aquellos dos cubanos de su niñez.

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