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Iluminación artificial

30 de noviembre de 2019

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ob_7a4225_cuba-bohioA los pocos días de estar en la beca de los niños campesinos, puso el dedo índice en la bombilla encendida y ni con el “sana, sana, culito de rana”, se libró de la ampolla. Estas ciudad llena de luces lo encandiló hasta las uñas de los pies ennegrecidas por la tierra y desempercudida a fuerza de cepillo y detergente. Con la tierra se le fue también esa facilidad para las improvisaciones. Decían que aprendió a hablar en versos y esa distinción, marca de inteligencia entre los suyos, le logró la aprobación para los lejanos estudios.
El padre lo decidió ante la luz del farol dejado por el alfabetizador. “Este, iría para la beca. Los dos mayores, también ya saben leer, escribir y contar. Se quedan conmigo, con la tierra que me dio la Revolución”. Y con lágrimas lo dejó partir la madre que guardó para siempre la cuarteta recibida en la primera carta.
A más luz digerida por sus ojos admiradores de la ciudad iluminada, se disolvían las décimas. En verdad, poseía una inteligencia desbordada que unida al temor del regreso a las noches oscuras de cocuyos zigzagueantes, lo hicieron brincar grados, ganarse distinciones y hacerse un citadino estudiante universitario. Allí conoció a la esposa de casona en el Vedado y padres consentidores del guajiro desempercudido siempre que la familia del monte quedara en el monte. Las visitas a la tierra se hacían en Navidad y en los regresos en ferrocarril, junto a las maletas venían las cajas de viandas, frutas y latas de manteca.
A la muerte de los padres, y él ya un profesional consagrado con estudios en Europa y un gusto dirigido hacia las manzanas y sabedor que la grasa de cerdo aumentaba el colesterol, perdió el contacto personal con los hermanos, quienes saborearon lo rancio del desprecio más rancio aún que la grasa de puerco mal conservada. Lo convirtieron en una imagen deslucida en la foto amarillenta hecha por un fotógrafo ambulante en los tiempos de bohío sin luz eléctrica. Era una figura desconocida para los descendientes.
Acomodado frente a la pantalla gigante del televisor, gozando de una temperatura agradable, aprieta los ojos y aguza el oído, ante este paseo audiovisual por el paisaje transformado de la infancia. El locutor despliega los datos numéricos de los resultados productivos de esa cooperativa gracias al trabajo esforzado de años, los conocimientos de estos campesinos y el empleo racional de la tecnología. Al final del paseo de la cámara, encuentra los rostros felices de dos ancianos, algo mayores que él y que reconoce como aquellos hermanos, excluidos de sus recuerdos. Alegres, aparecen las esposas, los hijos y los nietos, algunos integrados junto a ellos, otros en responsabilidades en el crecido pueblo. En fin, todos juntos en una unidad familiar, a la que él no pertenece.

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