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Alicia: bailar es vivir

18 de octubre de 2019

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Esta entrevista con Alicia Alonso fue publicada en las páginas de la revista Revolución y Cultura, en el número de noviembre-diciembre de 1983. Aparece ahora, más de 35 años después, como póstumo homenaje a la mítica bailarina cubana, una auténtica leyenda en la historia de la danza universal.

 

Alicia: bailar es vivir

No es necesario presentar a Alicia Alonso. Todos admi­ran, en los cuatro puntos cardinales, la obra casi legendaria de esta mujer. Todos han sentido su arte limpio y frágil, hu­mano y poético, sutil y mágico. Todos saben que es una de las grandes del ballet de siempre. Todos conocen que, tal como anunció con sabiduría Juan Marinello, “ha hecho gloria, pero también escuela”.

Porque, en más de medio siglo de danza, Alicia ha entre­gado su razón y su ser a los más disímiles personajes. Una noche ha sido la más grande Giselle de todos los tiempos, la ingrávida aldeana que enloquecida por el amor se convierte en errante Wili; otra, la desafiante y sensual Carmen, fiel es­tampa de una trágica y retadora voluntad. Y, también, ha dado su cuerpo y su alma a Odille y a Yocasta y a Swanilda. Y ha sido fuego y lluvia, rocío y viento, sol y flor…

Alicia es como un mito siempre renovado. Verla en el escenario es imaginar el génesis, es sentir los latidos telú­ricos del universo, es asistir al encuentro de la más alta poe­sía. Mas, ella no es solo la intérprete ideal, que con su depu­rado oficio de exquisita orfebre sabe presentar, con ternura y pasión, desde el más clásico de los ballets hasta la más con­temporánea coreografía.

Con su perseverante entrega, con su ferviente amor, con su apasionado espíritu, ha creado, poco a poco, una de las más prestigiosas compañías danzarías del mundo. Los elogios de especialistas y críticos de los más lejanos lugares del orbe así lo confirman. Y ese colectivo ha entregado algo diferente, algo que ha conmocionado el arte danzario, algo que se cono­ce como una nueva forma de bailar. Y para nadie es un se­creto que Alicia ha sido, es y será la savia nutriente de esa escuela cubana de ballet.

 

Alicia Alonso durante esta entrevista a Fernando Rodríguez Sosa

Alicia Alonso durante esta entrevista concedida a  Fernando Rodríguez Sosa

 

Ayer y hoy, en Moscú o París, en Nueva York o Tokio, en Manila o Ciudad México, Alicia siempre ha estado junto a las palmas y el sol cubanos. Ayer, cuando pretendían cambiarle su nombre porque —según los empresarios de Estados Uni­dos— no era “comercial” o cuando bailaba con la historia en la amenazada universidad de los años cincuenta sitiada por la tiranía batistiana. Hoy, cuando recibe el tributo necesario a su excepcional carrera o cuando se convierte en la mejor representante de nuestra cultura y de nuestra Revolución.

De Alicia mucho se ha escrito. Poetas, críticos, bailari­nes, periodistas… Ellos han reconocido estar ante una “refi­nada bailarina y extraordinaria actriz [que] baila y actúa al más alto nivel” (Galina Ulánova), ante una mujer que “perte­nece a la excepcional estirpe de bailarinas que han dejado —a veces no más de cuatro, de cinco veces por siglo— un nombre egregio en la Historia de la Danza” (Alejo Carpentier), ante “la mejor de las Giselle contemporáneas, y esto significa un gran elogio, porque sus rivales en el papel son famosas y experimentadas bailarinas” (Walter Terry). Mas, qué piensa esta artista de sí misma, de su formación, de sus esperanzas… Que responda, ahora, fuera del escenario, Ali­cia Alonso.

 

—Comenzaré por mi origen familiar. Uno a veces no se da cuenta, pero el ser humano es en la vida como una esponja, que recoge poco a poco múltiples vivencias para integrar su personalidad y del seno familiar, sin dudas, arranca esa formación. Mis padres ayudaron mucho a sus cuatro hijos en ese sentido. Papá, Antonio Martínez, médico veterinario del ejército, fue un hombre sumamente patriótico, amante de su tierra, de su campo; mamá, Ernestina del Hoyo, era una mujer muy valiente, muy fuerte, muy alegre. Ambos hacían una magnifica pareja. Recuerdo muchas anécdotas de ellos. Mi padre, por ejemplo, quien había estudiado en Estados Unidos y sabía el inglés a la perfección, no dejaba que en casa se utilizara ese idioma, pues, decía, en Cuba se hablaba español; también, se disgustaba cada vez que veía cómo tumbaban y tumbaban árboles, y no sembraban nuevas posturas en su lugar. De mi madre, quien por cierto enseñó a hacer en nues­tro país los tutús, no olvido cómo enfrentaba, con optimismo, cualquier dificultad; ella repetía un viejo proverbio que me ha servido de mucho: “si tu mal tiene cura, por qué te apuras y, si no, por qué te apuras”. En casa, la mayor distracción era reunimos todos y que cada uno o recitara o cantara o tocara 12 el piano o hiciera una imitación…

 

—Me imagino que usted en esas tertulias bailaba.

—No, yo chiflaba. Era muy pequeña y, como no sabía hacer otra cosa, me ponía a chiflar. Así fue que en la sala de mi casa, antes que en el escenario, recibí mis primeros aplausos.

 

— ¿Sus primeras clases de ballet fueron en Pro Arte Mu­sical?

—No, en España. Cuando tenía siete u ocho años, en­viaron a mi padre a España por cuestiones de trabajo. La con­dición que puso para ir fue llevar a toda su familia. Mi abuelo, quien no había regresado a su patria desde que llegó a Cuba con catorce años, nos pidió a las nietas que le trajéramos de regalo los bailes españoles. Yo encantada, pues me gustaba bailar, oía una música y comenzaba a moverme. Así fue que aprendí hasta a tocar las castañuelas, cosa que jamás he ol­vidado.

 

—¿Se considera una buena alumna?

—Sí, me es fácil aprender todo lo que sea baile.

 

—¿Por qué pasó al ballet y no siguió en el baile español?

—Nunca quedé satisfecha del todo con la línea del baile español. Sin embargo, me encantaba y mañana, tarde y noche bailaba y tocaba las castañuelas. Pero necesitaba poner el tocadiscos, con toallas en la cabeza hacerme el pelo largo —ese que tengo hoy en día— y hacer otra cosa, unas danzas que ni yo misma sabría ahora definir.

 

—¿Y después de su primera clase en Pro Arte?

—Tal vez muchos piensen que es algo de novela o de película, pero después de mi primera clase de ballet llegué a mi casa satisfecha, como si hubiera descubierto el mundo…

 

—Pero, en realidad, descubrió el mundo.

—Claro que lo descubrí. Vino una primera etapa donde comencé a sentir la exigencia de la técnica. Me costó mucho trabajo adaptarme, porque ya no podía moverme como que­ría, ya estaba consciente de que existía un método, un siste­ma, una disciplina…

 

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— ¿Es en Pro Arte donde conoció que el ballet exigía una recia disciplina?

—Sí. Y me angustiaba esa disciplina, pero la acepté, porque era muy inmenso mi amor por el ballet. Después, go­zaba tremendamente cada clase. Iba con el propósito de do­minar más la técnica, de poner mejor los pies, de situar me­jor los brazos… Le busqué, entonces, el placer como arte.

 

—¿Algún profesor en Pro Arte la ayudó a formarse ese apasionamiento por el ballet?

—No. Partió de mí ese interés. Aunque me promovían de una clase a otra, le pedía permiso al profesor para tomar, además de la que me correspondía, la de los menos avanza­dos, la de los principiantes. Así, recibía hasta dos y tres cla­ses al día y no asistir a alguna de ellas era una gran tragedia, era como un castigo.

 

Alicia en el tiempo (I)

El año 1931 fue decisivo en su carrera artística. Recibió ese año sus clases ini­ciales de ballet —con el profesor ruso Nikolai Yavorski— y debutó como una de las damas de la corte en el Gran Vals de La bella durmiente del bosque. Un año después, interpretaba su primer papel como solista, también en la mencio­nada obra de Chaikovski y Petipa. En 1937 viajaba a Estados Unidos, allí inte­graría el elenco de varios colectivos danzarios, entre ellos el American Ballet Caravan y el Ballet Theatre of New York, y continuaba sus estudios con Enrico Zanfretta, Alexandra Fedorova y otros profesores: En 1942, en La Habana, creó el movimiento teatral y danzario La Silva y estrenó La condesita y La tinaja, sus primeras coreografía. En 1943 se producía otro acontecimiento definitivo en su vida: sustituyó, la noche del 2 de noviembre, a Alicia Márkova en el rol cen­tral de Giselle.

 

—En sus primeros años en Estados Unidos, ¿a qué se dedicó?

—Integré el coro del show de Broadway. Estuve un año, pero nunca dejé de dar mis clases de ballet. No existían com­pañías en Estados Unidos, había alguna que otra local y las europeas que programaban giras anuales por el país. Era una vida difícil, no existía el arte del ballet y se necesitaban mu­chos deseos para continuar en las clases. Hasta nos reuni­mos un grupo, entre quienes estaban Nora Kaye, que fue pri­mera bailarina del Ballet Theatre y hoy es productora cinema­tográfica, y María Karnílova, bailarina solista también del mis­mo colectivo y ahora una de las primeras actrices de carác­ter de Broadway, y pensamos integrar un grupo para viajar por Sudamérica. Visitamos algunas representaciones diplo­máticas y les ofrecíamos nuestro proyecto, sin tener un cen­tavo, solo con unos tremendos deseos de bailar.

 

—Es por estos años que sufrió su primera operación de la vista.

—Sí y estuve dos años sin bailar, después fue que sus­tituí a la Márkova en Giselle. Luego de la última operación, que es relativamente reciente, estuve menos de un año sin pisar el escenario.

 

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—Por cierto, ¿qué significa Giselle para usted?

—Marca un hito importante de mi carrera, pues fue la primera obra en dos actos que bailé completa. Me gusta por su estilo romántico y por su drama. Cada vez que lo inter­preto, le encuentro algo diferente, por eso Giselle es un ba­llet que está vivo.

 

—Volviendo al tema de sus ojos, debe haber sido difícil para usted mantenerse tanto tiempo inactiva.

—En la primera operación fue muy duro, pues no me acostumbraba a estar acostada constantemente y después me resultó difícil volver a caminar. En la última, lo peor fue adaptarme a ver lo que antes no veía, a no distraerme, a con­centrarme, a sentir el mundo y a enfocar de nuevo mi carrera.

 

—¿A qué factores atribuye el no haberse dejado vencer?

—Antes, a mi amor hacia la danza y a mi juventud. Aho­ra, también a mi amor hacia la danza, al sentido de la respon­sabilidad con mi pueblo y a la ayuda dada por mi compañero.

 

—¿No cree que su carrera se ha visto limitada por sus afecciones visuales?

—Mi madre, además del proverbio que le mencioné, me decía que todo mal tiene su lado positivo. Con estos proble­mas de la vista tenía mucho tiempo para pensar y analizar. Vivía interiormente de forma muy intensa. Escuchaba todo, estudiaba todo y eso, aunque no lo crea, me ayudó bastante en mi carrera. Al principio pensaba que era injusto, que yo, como necesitaba tanto los ojos, debiera haber tenido la po­sibilidad de cambiar ese defecto por otro cualquiera que no afectara mi profesión.

 

—¿Y encontró ese defecto?

—Sí, el no hablar. Llegué a la conclusión de que era el único que no limitaba al bailarín, pues para la danza, además de un gran amor, hay que poseer una salud inmejorable.

 

—Ya que menciona de nuevo su amor hacia la danza, ¿qué es para usted la danza?

—Es la expresión más profunda, más escondida, que tie­ne el hombre en su ser. La danza es algo que corre por dentro de uno para expresar exteriormente, y a través de su cuerpo, sus sentimientos, sus palabras, sus ideas, sus principios.

 

—¿Qué siente cuando baila?

—Siento tanto placer en el escenario que debo tener mucho cuidado y no ser egoísta. Estar una mitad en el goce interno del personaje y otra mitad en comunicación con el pú­blico.

 

—¿Cómo puede un bailarín presentar hoy un ballet clá­sico y mañana una coreografía moderna?

—Uno no puede enamorarse solo de una técnica, sino de la danza en sentido general. Se pueden sentir muchos per­sonajes, pero si no se conoce el idioma necesario no pueden interpretarse. Por eso, se adquiere la técnica y se tratan de sentir las diferentes formas de expresión. La técnica, así, es un medio; el fin, sin dudas, es la obra de arte.

 

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—Se maneja mucho el criterio de que las grandes bai­larinas han sido formadas por alguien en específico. ¿Es este también su caso?

—Hace algunos años, una crítica de Chicago escribía un comentario sobre mi carrera que no he olvidado. Decía que yo era una bailarina que me había formado sola. Así es, pero me ha sido muy útil, porque he encontrado por mí misma los secretos de este arte y ahora puedo darlos a otros con mayor facilidad.

 

Alicia en el tiempo (II)

El 28 de octubre de 1948 fundó el Ballet Alicia Alonso, la primera compa­ñía profesional cubana de ballet. Dos años después inauguraba la Academia Nacional de Ballet Alicia Alonso en la capital, con sucursales en otras provincias de la isla. En 1956, y en desagravio a la suspensión por parte del gobierno de la exigua ayuda económica que recibía el colectivo, la Federación Estudiantil Universitaria le organizaba un homenaje nacional en el Stadium Universitario. En estos años continuó sus actuaciones como primera figura en Estados Unidos y se presentó, por primera vez, en la Unión Soviética. En 1959 se reorganizó el Ballet de Cuba como Ballet Nacional e inició una gira por América Latina como representante del naciente Gobierno Revolucionario. Ha recibido en su larga carrera más de cien distinciones nacionales y extranjeras, ha visitado más de cincuenta países, ha creado más de veinte coreografías y versiones, ha actua­do en más de cuarenta filmes para el cine y la televisión, ha integrado el jurado de prestigiosos concursos de ballet de Europa y Asia. En la actualidad, además de primera bailarina absoluta, es directora general del Ballet Nacional de Cuba y del complejo artístico del Gran Teatro García Lorca.

 

—¿Qué momentos de su vida profesional recuerda con más cariño?

—Son muchos, no pudiera precisarlos todos. Mas, sin dudas, bailar es el momento de mayor regocijo y alegría, es como si estableciera una comunicación, una conversación con cientos de personas. Hay otro, también de gran emoción: el haber sentido el reconocimiento de diversos públicos. Ambos, desde el punto de vista artístico.

 

—¿Y en el orden personal?

—Haber hablado con nuestro Comandante en Jefe Fidel Castro, sentirlo interesado en el trabajo del colectivo; haber conocido a otros grandes hombres, como Ho Chi Minh. Y, por supuesto, haber vivido el triunfo y el desarrollo de nuestra Revolución.

 

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—¿Qué significó para usted el Primero de Enero de 1959?

—Fue el triunfo de mi raíz y fue el derecho a vivir, a crear, a crecer. Le diría, incluso, que ninguno de los momentos imborrables de mi vida artística y personal puede compa­rarse al triunfo de la Revolución, que brindó la oportunidad de enriquecer la existencia de todos los cubanos. Como artista, me ayudó a analizar mi labor y a comprender lo importante que era formar nuevas generaciones continuadoras del ballet en Cuba.

 

—¿Considera que la escuela cubana de ballet es su ma­yor obra individual?

—No. La considero un triunfo colectivo, no personal. Los cubanos todos hemos aportado al ámbito cultural nuestra forma de bailar, luego hemos enriquecido el mundo del ballet y el mundo de la cultura universal.

 

—¿Qué es la escuela cubana de ballet?

—Es la expresión interior del cubano, la recopilación de nuestra herencia, cultura, gusto, ambiente, mezcla de razas, forma de ser. Partimos de la técnica universal, pero tenemos una personalidad propia. Hasta le diría que la riqueza de la vida, esa nueva forma del cubano a partir de 1959 –dinámica, fuerte y, a la vez, ondulante— la hemos plasmado en la escue­la cubana de ballet. De esa forma, cuando la compañía apa­rece en escena, todos afirman: “bailan diferente, son cubanos”.

 

—Cuando comenzó sus clases de ballet, ¿pensó alguna vez formar una compañía cubana?

—Nunca pensé ser una gran bailarina. Ya cuando co­mencé como profesional, siempre me interesó formar para Cuba una compañía de ballet. Por varias razones. La prime­ra, muy importante, porque considero que las artes son, para el ser humano, el balance de las ciencias; por eso es vital para la cultura de un pueblo tener arte. La segunda, porque creía que para los artistas, desde el punto de vista indivi­dual, sería muy valioso poder desarrollarse dentro de su pro­pia compañía, su propia nación, su propio pueblo.

 

—¿Y desde cuándo pensó en la coreografía?

—Casi desde que comencé a bailar. Mi primera coreo­grafía fue de cuando tendría unos doce años, para un grupo de alumnas normalistas. Hoy, varias de mis coreografías están diseminadas por el mundo. En la Opera de París está mi ver­sión de Giselle, del Grand pas de quatre y de La bella dur­miente del bosque; en la Opera de Viena está Giselle… Me satisface este trabajo tanto como bailar.

 

—¿Ha pensado dejar en algún momento el escenario?

—Mientras tenga fuerzas seguiré trabajando. Quiero hacer nuevas coreografías e interpretar nuevos ballets. A medida que el tiempo transcurre, un bailarín debe trabajar el doble o el triple, ya no posee la fuerza de la juventud y debe estar convencido de que la vida de cualquier artista implica más esfuerzo, más trabajo. Yo estoy consciente de eso, pero acepto el reto, porque para mí bailar es vivir.

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