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El cuarto correo

13 de abril de 2019

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memoria-pasadoSe sentó en la cama. El desayuno iba hoy por ella. El pie derecho aceptó la chancleta, no así el izquierdo. El movimiento no le agradó al irreverente. Un corrientazo le recorrió la pierna. Resistió en silencio. Llevaba ya unos buenos años de vieja y no tenía la respuesta. Uno se acuesta consciente de que se levantará dos o tres veces a miccionar y que todo lo demás anda bien. Y sin previo aviso, al despertar se encabrita un músculo. Poco a poco cede el dolor y todavía arrastrando el pie, llega a la cocina. Saterri la saluda con un bostezo. Preparar el café, lo primero. Le cuenta lo del calambre. Los ojos redondos la observan con atención, como quisiera que la atendiera el tarimero, la muchacha de la tienda, el vecinito de los altos que ha visto crecer. Una cosa es que te atiendan y otra que te entiendan. Y más allá, que te comprendan y acepten tus razones. Sacudió la cabeza. Era muy temprano para filosofear. Lo concreto era que este perro sato siempre estaba en modo de escucha. En la lista de temas tratados en los correos enviados al hijo, propondría a su viejo uno dedicado a las mascotas. El de hoy, estaba listo para el envío. Sería después del desayuno. Y decía:
Las filmaciones del cine particular comienzan alrededor de los cincuenta años.
Primero son imágenes diversas. Relámpagos juguetones con caras infantiles, paisajes abandonados en geografías distantes, casas desalojadas por el tiempo.
Son recuerdos de la niñez y de la adolescencia que provocan preguntas. ¿Qué habrá sido de Ernestico, aquel que era un bárbaro en el béisbol? ¿Estará en pie todavía la mata de aguacate de donde me caí? ¿Quién vivirá ahora en la casa donde nací? ¿Y la muñeca aquella que me regaló mi abuela?
Ya en la curva de los sesenta, se asiste a un cine con todas las de la ley. Hay escenas completas, secuencias manejadas como en un video, hacia delante, hacia atrás. El primer amor, el primer trabajo, el primer… Bueno, las escenas eróticas revuelan también, no hay por qué cerrarles el paso ni temerlas. Este revoltijo de copias mentales representa el enlace con el pasado, un puente a cruzar con derecho propio, pero con las limitantes impuestas por ese punto ignoto de la escabrosa decisión personal. Ese equilibrio argumentado por los griegos, nunca conseguido por ellos en mayoría y solo gozado a través del devenir por hombres y mujeres admirados en las más diferentes culturas.
Urgente equilibrio entre estar en el presente o en la ensoñación de un vívido ayer vestido con artimañas peligrosas.
El primer cuestionamiento está escondido en el retoque favorecedor hecho a las memorias. Hermoseados rostros, cambio de situaciones, un guion adaptado a los deseos actuales. Tienden una red sutil capaz de inmovilizar, de encerrar en la gasa de los regresos imposibles. En uno de estos instantes hiperbolizados, nació la frase de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Como si aquel hombre acurrucado, muerto de frío, no se hubiera alegrado de el posterior descubrimiento del fuego.
En este punto, salta el segundo obstáculo, el inmovilizador: respirar solo los aires del ayer presupone tanto la parálisis del pensamiento como la física.
Los sitios favorecidos poseerán sillones cómodos en que el cuerpo descansará por horas, mientras con ojos cerrados se contemplará el filme con las figuras preferidas. Ahora, se unirá al desgaste normal de los años, la decadencia de huesos y músculos paralizados en el reposo constante. Faltará el sol, el aire, el contacto con el hoy familiar. Ensimismados, agotados, hasta podrá molestarles la risa de los nietos. Solo gozarán al hablar de lo que fueron, derecho válido en momento oportuno y no en reiteración constante.
El recuerdo es un remedio agradable en momentos solitarios, en unión alegre con quienes compartieron en vivo y en directo los hechos. Los recuerdos en dosis moderadas son fieles compañeros de la vejez, incluso generadores de experiencias, que suministradas en conversaciones familiares, ayudan al conocimiento de todos. Pero como algunos fármacos, provocan hábito y consumidos fuera de límite, hasta matan.
Cuando vuelan sobre las cabezas, vale concederles pista por un rato. Siempre en la medida precisa. Nunca convertirlos en la droga que alejará de la activa participación en la comunión social.

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