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Vicente Blasco Ibáñez

10 de abril de 2019

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“Vemos una costa, pero ahora es por la proa, y en ella casas, jardines, edificios industriales, las avanzadas de una ciudad importante. Graciosos veleros, dedicados al cabotaje, se deslizan entre nosotros y la orilla, cortando con sus lonas blancas la penumbra azulada del amanecer.

“Al aumentar la luz vamos encontrando con los ojos la boca de un puerto, arboladuras de buques sobre sus aguas interiores, una colina junto a su entrada, y en la cumbre de ella un viejo castillo. Este castillo se llama El Morro, y el puerto que tenemos enfrente es La Habana.”

El pasajero del lujoso trasatlántico Franconia, el viajero del mundo que cuenta estas imágenes primeras se nombra Vicente Blasco Ibáñez. ¿La fecha?  19 de noviembre de 1923.

El país entonces disfruta aún de los beneficios que el alto precio del azúcar en el mercado internacional reporta a la economía. Las vacas gordas, o la danza de los millones, como se les conoce, comienzan a languidecer y los tiempos de bonanza están a punto de decir adiós.

La llegada de don Vicente no escapa a la curiosidad de los periodistas y fotógrafos. Al novelista se le reserva una suite en el hotel Sevilla.

“Si fuese preciso dar un sobrenombre a la capital de Cuba, como lo ostentan pueblos y héroes en los poemas homéricos, se la podría llamar Habana La Alegre. Es una ciudad que sonríe al que llega, sin que pueda decirse con certeza dónde está su sonrisa.

“…La alegría de La Habana, más que en sus paseos, en sus edificaciones y en el movimiento animado de sus calles, hay que buscarla en el carácter de las gentes, en la franqueza de los cubanos, que algunas veces parece excesiva a los extranjeros, en la belleza de sus mujeres, interesantemente pálidas y con enormes ojos”.

El visitante se mueve por la urbe. Recorre la casona del dueño del Diario de La Marina. El Ayuntamiento lo declara “Huésped Ilustre”, se le ofrecen brindis. La sociedad intelectual se disputa las pocas horas de Blasco Ibáñez en la capital. A él le sorprenden los palacetes que la aristocracia levanta en las afueras, la profusión de cafés y establecimientos donde tomar unas copas, el lujo de los teatros y de los círculos españoles para asociados, el precio exorbitante de la vida para quien está habituado a realizar economías.

Apenas un día se detiene el Franconia. Tal es el intervalo en que el escritor forja su imagen bastante pintoresca de La Habana. No obstante, el tiempo es suficiente para que una pluma hábil como la suya le dedique un capítulo, “La isla del azúcar”, en su amena y leída Vuelta al mundo de un novelista.

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