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Un anciano en la ventana

24 de septiembre de 2018

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Aquel espacio le sobraba. Solo aquí quedó la nieta. Salía temprano para la universidad y regresaba tarde, si regresaba. No la recriminaba. Estaba al tanto de los cambios en las relaciones. La muchacha era cariñosa, lo acompañaba al médico, le controlaba la toma de los medicamentos y velaba porque la señora contratada, cocinara sano y mantuviera impecables los pisos y los muebles. “Para eso le pagamos y debes controlarla”, le decía. Y en esas palabras el notaba que a esa vecina que la cargó de niña, la miraba ya con los ojos de superioridad dados por las diferencias monetarias. Se autocriticaba. No le hacía ningún señalamiento. Dependía de esta hermosa chiquilla de notas excelentes y mirada puesta en el futuro. Ni tampoco merecía hacer advertencias a los padres cuando el celular timbrara su aviso en música extranjera. A ellos también los notaba dominados por el éxito alcanzado. Eso sí, por méritos propios, dado el nivel profesional de ambos y que esta nieta anhelaba repetir.

No recordaba qué filósofo lo proclamó ni las palabras exactas. Mas o menos planteaba que las disquisiciones profundas conllevan al sufrimiento personal, mientras el hombre común solo piensa en satisfacer las exigencias básicas. Quizás por ese motivo, el almuerzo preparado para el, esperaría en el micro ondas. Se recriminó nuevamente. Se mentía a sí mismo para hacerse el espiritual. La ingestión excesiva de naranjas en el desayuno, su fruta preferida, le colmó el apetito y terminando la séptima década, el aparato digestivo es lento en las operaciones.

Estaba solo. La señora había marchado y además con ella no podía sostener una conversación inteligente. Se aburría. Abandonó el cómodo butacón y se acercó a la ventana. Asomado ya, el propio movimiento de los autos y los transeúntes, le provocaba una animación interna. Estar atisbando desde una ventana nunca entró en su horario de vida, ni entraría. Nunca le alcanzó el tiempo para lo que consideraba unos menesteres chismosos. Alguna que otra vez, insinuó una crítica a la difunta esposa, capaz de intimar con una académica o una peluquera y colocarlas en el mismo nivel. Podía perder una hora aconsejando a un par de padres debutantes y acompañarlos al hospital si el nené enfermaba. Él se molestaba porque en la calle, perdían el tiempo cuando los vecinos los detenían para intercambiar. Bueno, para intercambiar con ella porque siempre él los mantuvo a distancia aunque nunca les negó “los buenos días” y los recogió si los encontraba por la calle.

A esa hora de la mañana, la circulación de personas era constante. Algunos lo saludaban con distintos niveles de cortesía. Otros, lo observaban con cara de extrañeza. Nadie se detenía a entablar una charla, ni siquiera a comentar del asedio del calor. Y recordó el cuento de la cucarachita Martina en la ventana y se sintió un viejo cucarachón solitario, inhabilitado para hacer amigos.

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