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Anciana entre flores y gorriones

21 de julio de 2018

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Buen título para un artista impresionista. El músico lo llevaría al pentagrama, el pintor al cuadro. La anciana en carne, huesos y recuerdos.
En las mañanas, la situaban en el jardín debajo del flamboyán de flores rojas. A medida que el sol avanzaba, la trasladaban al amarillo y después a la acacia. Nunca los rayos le daban directamente. Apenas hablaba. Su voz era un susurro de sílabas y una u otra palabra aislada. La pasividad de su rostro y un leve asomo de sonrisa, denotaban que disfrutaba de la cercanía de las flores, de las golosas mariposas, de los intranquilos pájaros.
Este era su jardín. Durante años lo cuidó con esmero a la par que cuidaba a sus siete hijos. Hembras y varones, troncos duros y firmes. A la vez, mansos como los gorriones que venían a comer a sus manos.
Después del primer baño matutino – en sus ojos la hija descubría tristeza por despertar mojada –, la anciana, a pasitos y ayudada, se dirigía al jardín. Desayunaba apenas leche y pan. La taza de café no le interesaba. Con un corto movimiento de mano, detenía cualquier otra golosina. Solo aceptaba más pan. No para ella, para sus amigos gorriones que sabía descendientes de aquellos que una joven consintió desde su mudada a esta casa.
A la anciana, en ráfagas la visitaba la memoria. Eran imágenes de niños. Embarrados de la pulpa de mangos o en llanto por una caída sin mayores consecuencias. En esos instantes, el atisbo de sonrisa crecía a sonrisa entera.
Para la anciana, este era un día igual a todos los días. Para sus hijas, hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, era un día especial.
Desde temprano, la vivienda llena de ruidos. Todos llegaban con bolsas de alimentos para la fiesta de celebración, con paquetes de colores con regalos escondidos.
A los más pequeños se les advertía de no molestar a la viejecita. Ellos no supieron de la abuela vivaracha y juguetona. Losadolescentes que sí conocieron de sus maravillosos cuentos y sus manos bondadosas, se acercaban y suavemente la acariciaban.
En el dormitorio se acumulaban los presentes. Se complacían sus gustos todavía. Anchas batas de colores multiplicados al estilo de las mariposas. Colonias suaves, imitadoras del jazmín de enredadera.
Al igual que en los cumpleaños infantiles, la fiesta comenzó cuando caía el sol. Ya la traían al jardín donde colocaron la larga mesa. Bañada, perfumada de pies a cabeza, bata blanca bordada y con encajes, situada frente al enorme cake y la vela que representaba todos los años de su vida.
La anciana paseó sus ojos por la figura diluida de sus descendientes. Por unos instantes el rostro recobró vivacidad y logró una sonrisa en su boca vacía.
No todos los días se cumplen cien años.

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