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Fernando Birri, ese señor muy viejo con sus alas enormes

16 de enero de 2018

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Fundadores de la EICTV, de izquierda a derecha: Tomás Gutiérrez Alea (Titón), Fernando Birri, Gabriel García Márquez y Julio García Espinosa

 

Allá por la mitad del Siglo de Lumière los cubanos Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea recorrieron las callecitas del Trastévere. Como el colombiano Gabriel García Márquez, habían sentido en pleno rostro el impacto ejercido por el viento renovador del neorrealismo italiano. Esas puertas abiertas de Roma también las atravesó para matricular en el Centro Sperimentale di Cinematografia el santafecino Fernando Birri, todavía un señor nada viejo pero a quien le crecían las enormes alas de su imaginación. Para entonces no solo dibujaba, sino que escribía poemas e improvisaba obritas para los títeres que manipulaba con destreza. Faltaban pocos años para que legara a lo que ni siquiera era un movimiento y mucho menos continental, Tire dié (1960), uno de sus títulos seminales, integrante del núcleo fundacional del Nuevo Cine Latinoamericano.

Ese utópico andante, como lo bautizó el cineasta boliviano Humberto Ríos (1929-2014), creó un universo creativo orgánico y volcánico, y se inventó a sí mismo: “Es un personaje muy curioso y muy rico que nos enseña con su propia vida que el mundo no es cerrado, que todas las experiencias enriquecen el arte, ya sea la pintura, la literatura, la danza o la filosofía”.

 

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Aquella tarde del 15 de diciembre de 1986, vestido con el overol azul que uniformaba a los de la Escuela-Atípica, que fundaba en las afueras de San Antonio de los Baños junto a Gabo y García Espinosa, Birri la denominó “Una fábrica del ojo y la oreja, un laboratorio del ojo y la oreja, un parque de atracciones del ojo y la oreja”. Como un Gandalf de barba cada vez más blanca, soñó en ella con los ojos perennemente abiertos, no se resistió a actuar en los ejercicios de los estudiantes y, mago al fin, no cesó crear mundos maravillosos. El abigarrado pueblo que concibió en La Habana como locación para aproximarse a la imaginería garciamarquiana poco tiene que envidiar al modo en que Orson Welles remodeló el Hearst Castle como el Xanadú habitado por el ciudadano Kane, que visitamos juntos cuando coincidimos en la Universidad de Stanford en mayo del 2009. El corazón de este genuino artista del Renacimiento que trascendió el siglo XX cesó de latir el miércoles 27 de diciembre, pero su obra perdurará. Sirva esta crónica para rememorar su paso por esta isla que conformó también su personalísimo universo.

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