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Eterna noche

16 de febrero de 2017

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Incontable es el número de sudsudaneses que mueren diariamente de hambre y sed, y en medio de una inútil guerra por mezquinos intereses, que lleva ya cuatro de los seis años de proclamada la más joven república del mundo.

Cuentan los pocos periodistas que se han ocupado del asunto que casi la mitad de la población de 12 millones está en peligro de extinción, sin contar que cerca de un millón, quizás más, han huido a pases vecinos.

Eso sí, la población joven, hasta niños, es llamada a las filas del ejército gubernamental o se incorporan a las de sus opositores, sobre un trasfondo de un conflicto iniciado por presuntos problemas étnicos y de no compartir el poder, pero que surge realmente cuando intereses occidentales se interesaron por apoderarse de las comprobadas riquezas energéticas y el deseo común de impedir que China invirtiera en el país africano.

Por todo ello se describe a estos sudaneses del sur como rendidos ante una tragedia histórica que les ha perseguido durante décadas. Un drama del que salieron aparentemente en el 2011, cuando consiguieron la independencia de sus vecinos del Norte, pero en el que se volvieron a meter tan solo dos años después por una guerra de poder que enfrenta a sus dos principales etnias: dinka y nuer.

Una guerra civil que ha matado a más de 100 000 personas, que, reitero, mantiene a millones en campos de desplazados y que ha obligado a muchos a huir al extranjero, todos los cuales están en situación de emergencia alimentaria y son asolados tanto por temporales, como sequías.

El 9 de julio del 2011, los habitantes de Sudán del Sur, cristianos en su mayoría, celebraban su independencia de los vecinos del Norte, mayoritariamente musulmanes. Eran días de felicidad después de décadas de guerra para conseguir primero un gobierno regional y luego un Estado independiente. Salva Kiir Mavardit asumía la presidencia y Riek Machar era nombrado vicepresidente. Ambos provenían del Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán e iniciaban una nueva época al frente de su país.

El problema aparente es que el presidente es de la etnia dinka y el vicepresidente es nuer. De los 10 millones de habitantes del país, cuatro millones son dinkas, dos millones son nuers y los cuatro millones restantes pertenecen a 52 tribus diferentes.

En julio del 2013, apenas dos años después de la independencia, el presidente Kiir tomó una decisión drástica que daría al traste con el esfuerzo de 40 años y la ilusión de todo el país: expulsó a su vicepresidente, Machar, y a todos los nuers del Gobierno y provocó el inició de una guerra civil menos de seis meses después.

Fue el 14 diciembre del 2013 cuando se produjeron los primeros enfrentamientos en un barrio de la capital, Yuba. Machar había formado un ejército rebelde y quería recuperar el poder perdido. A los pocos días, los combates se trasladaron a la ciudad de Bor y a otras zonas del noroeste. Desde entonces, Sudán del Sur vive en estado de guerra intermitente y sus habitantes sobreviven gracias a las ayudas de los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales, pero los fondos escasean y muy pocos se ocupan de ello.

En un momento determinado, diez naciones africanas integraron un denominado cuerpo de paz de Naciones Unidas, pero su labor ha sido inoperante, a veces contraproducente,y se asegura que son manejados tras bambalinas por quienes están del petróleo local.

De ahí que no hay que extrañarse que el llamado proceso de paz no solo no avance, sino que se rompe una y otra vez.

En un país en el que la violencia forma parte de su vida diaria (violencia étnica, sexual, política, crimen organizado…), los robos de ganado provocan innumerables enfrentamientos. Por eso, los vaqueros, además de llevar el cayado para hacer que se muevan las reses, llevan un fusil colgando del hombro.

Para quienes hayan pasado alguna vez por África conoce que la noche es impresionante hasta en los mayores escenarios de pobreza y sufrimiento. Las estrellas salen para todos, pero todavía no dan paz a estos millones de sudsudaneses sin esperanza.

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