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El invierno de la vejez

31 de diciembre de 2016

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imagesDespués de los primeros abrazos, alejados del bullicio de los jóvenes, el hijo contempló a sus anchas a los padres. De aquella provincia a la capital, la carretera se hacía más larga por las responsabilidades adquiridas, aunque le avergonzaba la otra verdad, la de los adolescentes inmersos en sus amistades y gustos capitalinos que repudiaban la tranquilidad verde del espacio abierto. Y también, lo confesaban con descaro, a estos abuelos de estampas de libros de imágenes antiguas. Preparado estaba para los reproches merecidos con un arsenal de razones laborales. Escondería ese desapego de los descendientes y su negativa a dejarlos solos al libre arbedrío de las aventuras inventadas por ellos o por el grupo de amigos. Eran chicos de buen calibre, pero uno nunca sabe, le repetía la esposa en plena función de madre en todas las consecuencias.
Los ancianos presentaban un buen aspecto. Esa placidez en las caras disfrazaba la flacidez y las líneas profundas de las arrugas. Al paso lento lo ocultaba, la firmeza en la dirección tomada hacia el patio trasero. La voz rajada cubierta por la alegría de las palabras pronunciadas. Y la soledad de estos dos viejos desaparecía con la compañía de la brisa cargada de los olores de las plantas aromáticas y los aromas entremezclados de las diversas flores.
Los canteros acumulados en el espacio breve delataban la limpia de yerbas a mano limpia. El perejil de temporada sabía que al morir, ocuparía su espacio otra de vida transitoria. Al ambicioso tilo, saltarín de la línea divisoria, le entregarían sus hijos a algún vecino. El culantro también se multiplicaba en la ignorancia de estar limitado por el límite de esfuerzos de los padres sembradores. Así, se reproducían a medias una buena variedad de plantas. Solo la correntona calabaza seguía su curso por el borde de la cerca de cemento.
El padre señaló el banco de madera al que ayudó a construir, allá por una adolescencia diferente a la de sus hijos. Sentados los tres, el avergonzado esperó las críticas. La mirada del viejo acompañaba una fila de hormigas. Arrastraban las alas de un insecto. Habló. Repetía una anécdota de la infancia conocida por él. Era una nueva versión de la historia en que las hormigas nunca se sentían solas porque andaban en grupos de trabajo. Y entre el trabajo y el roce con las compañeras se les iban los días en tranquilidad absoluta. La madre sonreía. No había dudas. Era partícipe de esta nueva versión en que, sin alusiones directas, lo perdonaban por el abandono sostenido. A la par de las hormigas, ellos aceptaban el lugar apartado correspondiente por el ciclo vital.
No quiso romper el embrujo que lo exoneraba de culpas. Calló la historia verdadera de las hormigas. Ni eran tan trabajadoras ni tan solidarias. Nunca eran las mismas. Se relevaban en el trabajo y enviaban a paseo a las retozonas, a las haraganas.
Los ancianos conocían las reales reacciones de las hormigas. En el ejemplo de ellos, no por haraganes, sino por viejos, eran enviados a un paseo imaginario hacia la soledad. Si las hormigas no permitieran la fundación de nuevos hormigueros, si no buscaran otros aposentos cuando el hombre o la naturaleza las molestara, ¿existirían? Esa otra lección la comprendían aquellos ancianos y el hijo. Estos días de abrazos y besos añorados no se malgastarían en discusiones inútiles, a las cuales nunca pondrá fin la humanidad.

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