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Los dilemas de las competencias

28 de octubre de 2016

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Cuando llegamos a un centro de salud es por necesidad, porque estamos enfermos o alguien cercano lo está y precisamos de atención médica, por lo que esperamos ser atendidos por personal calificado para ello, o sea, que tenga las competencias propias de la profesión que ejerce y para la que estudió arduamente, ya que se sabe que para ser médico, enfermero, etc. hay que estudiar mucho. Pero el asunto es ¿Cuáles son esas competencias que tienen en cuenta las casi totalidad de las escuelas médicas del mundo?

En este espacio yo utilizo mucho esa palabra para referirme a las competencias emocionales, sin embargo está claro que es un término que no solo pertenece al campo de la inteligencia emocional. Esas competencias que se estudian, adiestran, desarrollan, evalúan y son consideradas como las óptimas son las referidas a los conocimientos científicos y técnicos con énfasis en la investigación, la docencia para poder ejercer una medicina a nivel de los estándares actuales del mundo. Es decir, un profesional que esté apto para seguir estudiando de forma continua y permanente, considerando valores éticos y compromiso social, entre otros elementos como son un pensamiento científico y crítico, etc. Y si acaso, algunos planes de estudios de medicina hablan de la relación médico paciente, pero también en términos de la competencia profesional y muy poco o nada se enseñan los importantísimos aportes que hacen las teorías de la inteligencia emocional para el ejercicio de tan noble profesión.

No solo es importante que el médico, el enfermero, el técnico de laboratorio, etc. maneje adecuadamente las emociones y toda su vida afectiva para bienestar de los pacientes, sino también para ellos mismos en términos personales porque cualquier profesional de la salud está expuesto a niveles elevados de estrés diariamente porque está tratando de salvar vidas –lo cual no siempre logra–, y como ser humano la afectación es alta. Yo siempre le digo a mis estudiantes (de medicina) que las universidades los enseñan a salvar vidas pero no los preparan para afrontar las pérdidas, por lo que vemos en ese centro de salud al que concurrimos que cada profesional actúa de forma diferente ante la obligación de informar, de empatizar, de consolar, de atender a un paciente, o sea, en cualquiera de las situaciones difíciles a las que se tiene que enfrentar y esas diferencias están marcadas por la personalidad de cada cual y el aprendizaje –fuera de la universidad– en sus familias de cómo tratar con humanidad a un ser doliente.

Entonces responsablemente digo que es un campo emergente la educación de las emociones en esas profesiones, pero no como un estudio paralelo, sino como elemento central que beneficia esas competencias científicos y técnicas que con tanto ahínco se enseña. Y este tema se los ofrezco hoy porque un médico, quien hace ya algunos años fue mi discípulo, me vino a pedir ayuda porque me contaba que necesitaba cambiar algunas conductas que se habían hecho habituales en su labor médica, ya que cuando tiene un paciente que sabe va a morir, se enoja tanto que el propio enfermo le pregunta que le pasa, y es que molesto porque no puede salvar esa vida, no sabe manejar las emociones negativas, por lo que se da cuenta que en vez de ayudar al paciente, lo afecta en esos momentos, ya que no tiene recursos emocionales para acompañar (ya que no puede curar) a esa persona para un buen morir.

Es cierto que todos los seres humanos conocemos de nuestra mortalidad, pero eso no impide que la muerte nos sobrecoja y quisiéramos tener el poder de impedirla, pero como eso no es posible, hay que aprender a ser buenos no solo por las habilidades técnicas y actualidad científica, sino hace falta más y ahí entran las emociones, su educación y su manejo.

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