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Las niñas de Baracoa

22 de octubre de 2016

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indexRechazó al nieto. Venía con noticias de Baracoa. De sufrimientos de otros, ¡al diablo!. A su alrededor repartía historias de felicidades anteriores porque el tiempo pasado fue el mejor. Vivía sumergida en telenovelas. Aquella anciana tenía un cerebro amaestrado. Solo sacaba a flote escenas de películas románticas con galanes que al crecer en la pantalla imaginaria se acercaban a susurrarle palabras de amor. Paseaba con ellos, perseguida por la mirada envidiosa de las amigas. Regresaba así a pedido personal, a las calles de la infancia, retocadas, hermoseadas a su gusto y en donde la felicidad reinaba en todo ser viviente.
Por haber adoptado una existencia de embalsamada en vida, abandonó el sillón cuando en el televisor, los destrozos del huracán eran heridas abiertas capaces de replicarle la tristeza de los baracoesos. No lloraría tristezas ajenas. Despacio, huyó de la imagen. Los años atrasaron más el andar de su pie desperfecto.
La anciana huyó a sus adentros en busca del rostro de un galán de cine adorado en la adolescencia. No logró extraerlo del recuerdo.
De pronto, en su lugar le surgió una escena. Venía hasta con la fecha de almacenaje. Año 1948. Lugar: Paseo del Prado de La Habana, casi esquina a Ánimas. Dos niñas juegan a aplastar las frutillas de los entonces jóvenes árboles o las recogen y forman pequeños grupos. Las llamaban bolitas. Así las bautizó una, la más lenta en el correr, la que por lo menos, hablaba. Una las cuenta y la otra la mira con unos ojos inexpresivos, solo embellecido el rostro por una sonrisa dulce. No sabe contar y la que numera las frutillas, se pregunta por qué no sabe contar. Apenas hablan. Sostienen una amistad silenciosa en que las relacionan las frutillas y los totíes que vendrán después, de regreso de sus andanzas por el aire. Ahora es el turno de las bolitas, puestas en fila en el banco de mármol. Una, dos, tres, cuatro, dice la parlante en espera de la amiga que no sabe que es la amiga única. Porque las otras niñas del paseo apenas les hacen caso. Porque una no salta la suiza bien y se cae cuando corre. Y la otra balbucea palabras y anda siempre con la misma bata zurcida. La abuela se levanta del banco con espaldar y busca a la nieta. Le habla bajo a la silenciosa y la ayuda a cruzar la calle. Para marchar, esperarán a que se pierda en las escaleras. Porque vive alto, en una azotea, en palomar solitario sin palomas.
A la mañana, de la mano de la abuela va la del correr lento a la escuela. Pasan por el palomar. La niña silenciosa se asoma a la azotea. No va a la escuela por eso no sabe contar. Las dos se saludan con la gritería de los totíes en marcha al trabajo. Les dicen adiós a ellos y hasta luego entre ellas porque esa tarde tendrán una cita con las frutillas y no les importará que las otras niñas pasen sin mirarlas.
Esta tarde no se encontraron, ni la otra, ni la otra. Un ciclón detuvo el encuentro. Los árboles jóvenes resistieron los vientos. Dejaron caer las ramas y siguieron en pie. Solo cuando los totíes olvidaron a los hermanos muertos y armaron el concierto mañanero, esa tarde llevó la abuela a la niña al parque. No se cayó al correr. La amiga única no estaba. Miró a la azotea y no vio el palomar donde vivía. ¿Se fue volando con el palomar? ¿Se la llevaron los totíes en busca de bichitos y sobras de pan? Nunca lo supo. La abuela parlanchina no contestó esa pregunta.
Regresa. Resiste ahora la imagen de las niñas de Baracoa. Perdieron las muñecas preferidas. Se les ahogó el gatico. Están allí, vivas. Vivos los padres, las madres, los hermanos, las amiguitas. Pasarán todavía días intranquilos y nunca olvidarán el sonido del viento. Lo contarán a sus nietos. Ningún pájaro maldito se las llevó al infinito, como a la niña del palomar. Porque el tiempo presente no es perfecto, pero es el mejor.

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