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Honduras: Crimen sin castigo

4 de abril de 2016

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Este tres de abril se cumple un mes de asesinato a mansalva, en su casa, de la destacada luchadora por los derechos indígenas y medios ambientales en Honduras, Bertha Cáceres, crimen cometido en el pueblo La Esperanza, departamento de Intibucá, el el sur de Honduras y que, hasta el momento, no se ha anunciado si existe alguna investigación para descubrir a los asesinos y mucho menos a quién o quiénes pagaron para eliminarla de la escena política de esta nación centroamericana.
No se trata de un crimen común, uno más de los cientos que cada año han permitido a Honduras la triste categoría de ser considerado como uno de los países más peligrosos del planeta, ya que lo cotidiano son crímenes cometidos por bandas de delincuentes, narcotraficantes o sencillamente para robar en esta pequeña nación, a lo que se le suman ahora los asesinatos por razones políticas.
Solo por citar un ejemplo y según estadísticas hondureñas, en los últimos dos años se confirmaron más de 100 crímenes, situación que ha sido denunciada por sectores de izquierda y progresistas. En el caso de Bertha, instituciones nacionales e internacionales denunciaron oportunamente el plan de hostigamiento y amenazas en contra de la desaparecida dirigente y sus más cercanos colaboradores.
Su muerte fue condenada tres semanas después por el cardenal hondureño Andrés Rodríguez Maradiaga, quien denunció la forma en que había sido ultimada y cómo nadie puede quitarla la vida a otra persona, reiterando las denuncias acerca de los cada vez más altos índices de violencia que imperan en el país, lamentando que se asesinara “por unas monedas” aunque de seguro los autores intelectuales del crimen de Bertha deben haber pagado muy bien el ajusticiamiento.
Declaraciones de personalidades e instituciones locales e internacionales han condenado la escalada de militarización existente en el país, en especial en las zonas de conflicto y exigieron la libertad, y finalmente la lograron, del mexicano Gustavo Castro Soto, ya que al ser testigo del ajusticiamiento de Bertha, su vida corría peligro permanente, sobre todo porque es una figura tan relevante como la asesinada.
Condenaron además “la existencia de fuertes vínculos del Gobierno con poderes económicos, representados por grandes empresas y entidades financieras nacionales y transnacionales, que promueven proyectos de explotación territorial que entran en contradicción con el modo de vida y los intereses de las comunidades que viven en esos territorios”.
Ellos denunciaron la falta de voluntad política del Gobierno para acabar con la “impunidad imperante con relación a los actos de violencia y las violaciones a los derechos humanos, en particular hacia los pueblos indígenas, ambientalistas y defensoras de derechos humanos.”
Por su parte, la hija de Bertha, Laura Zúñiga Cáceres, demanda un mes después protección por parte del Estado, sin obtener respuesta alguna, pues teme por su vida y la de su familia, mientras que los asesinos siguen sueltos y, al parecer tranquilos, dada la impunidad que les garantizan quienes los contrataron.
Del miedo se ha pasado al horror colectivo en Honduras y evidentemente reinará en todo ese territorio hasta que exista la decisión política de las autoridades por acabar con esa terrible situación.

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