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La fiesta de los jóvenes

30 de enero de 2016

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abuela-moderna1No era la primera vez que en la casa celebraran la fiesta. La sala que merecía nombrarse salón y el balcón corrido, condiciones físicas unidas a la sonrisa aprobatoria de los padres. Estos padres del tercer milenio causaban extrañeza en la abuela todavía afianzada en el milenio anterior. Para ellos, sonrientes lo proclamaron en cierto amago de discusión años atrás, propiciado por esta abuela una mañana que descubrió que el novio de la otrora adolescente, desayunara en familia antes de que partieran los dos hacia el preuniversitario. Claro le expusieron las normas a cumplir por los hijos: aprobación de los exámenes con buenas notas y uso obligatorio del condón. Tras ese salto en las costumbres, la abuela poco a poco se amoldó y más al conocer de alguna que otra niña crecida junto a su nieta y por amoríos escondidos en parques oscuros o rincones de discotecas, parieron sin deseos o pasaron el susto de la mesa del quirófano para las interrupciones.
Los nietos, ya universitarios de notas sobresalientes, organizaban una nueva fiesta. La única condición implantada por los padres desde la primera: Limpieza absoluta de toda la suciedad causada y pago de cualquier rotura en moneda nacional. Y estos buenos padres, modélicos para todo el grupo de jóvenes, aprovechaban esa noche en una programada diversión propia y abandonaban el terreno invadido. Y la anciana, encerrada en su dormitorio, leía o dormitaba ante una telenovela alquilada, acostumbrada a los ruidos musicales provenientes de la sala-salón y saboreando las menudencias comestibles y bebibles dispensadas por el encuentro, traídas siempre por la nieta. Tal vez sería causado por los propios filmes y seriales devorados, por los restos anclados en las normas heredadas de los antecesores, la rítmica crepitante de las grabaciones y aquellas letras eróticas hasta las últimas consecuencias, a la anciana la hacían sentir cierto miedo por lo que ocurría en las fiestas.
Pero esa noche, hastiada de la TV nativa y la alquilada y, además, porque el tiempo pasaba y el toque a la puerta con la merienda extra no llegaba y en esa merienda podía degustar bocaditos, dulces y hasta bebida fuerte, todo lo prohibido en su dieta diaria, la abuela se decidió a invadir el espacio prohibido. Paso a paso, temerosa por lo que imaginaba encontrar, llegó al lugar de los hechos. Temía una escena de horror y misterio.
Y encontró un grupo de danzantes libres en que cada uno entendía el ritmo a su manera, al igual que las ropas y los cabellos, sumidos en el gusto personal. Creyó ver un par de sombras abrazadas en la oscuridad del balcón corrido y no le importó. Saboreaba la libertad ajena y la imaginó más sabrosa que las croquetas y la ensalada fría que a sus años de dieta rigurosa, representaban su cuota de libertad.

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