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Amores diferenciados

23 de noviembre de 2015

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00770449El ruido de cristales y metales se une a las voces demasiado altas para el fin de la madrugada. Cambio de turno. Día décimo del ingreso. Comienza a conocer el ritmo de un hospital.
Las manos estiran la sábana que la cubre. Es un movimiento inconciente, una salida para cerrar las ganas de saltar, huir hacia el hogar. Nunca había estado ingresada por enfermedad. Sus tres partos, dignos de una bailarina de ballet o una gimnasta. Unos dolores tan intensos como cortos, el rápido ingreso y ante el asombro de los obstetras, la cabecita pidiendo paso a la vida. Este recuerdo la calma, le dibuja una leve sonrisa. El rostro de los tres en sus parecidos y diferencias. Apagada la sonrisa por el temor. A no verlos más, a no protegerlos. Son hombres y mujeres de hijos más altos que ellos y uno le anda regado por el mundo y tiene su voz de vez en cuando. Hasta a este, lo continúa protegiendo, con sus rezos.
Aquellos dolores comenzaron por el mes de Julio y el pequeño almanaque guardado en el monedero, señala el cercano final del año. En las vacaciones de los nietos, no importunaría con una enfermedad. Nunca se ocupó de sí misma. Una vez una amiga la criticó porque era más madre que mujer y trató de que comprendiera que la maternidad es una posibilidad de la mujer.
Cuando el marido le nombró la palabra divorcio, le preocupó la afectación a los hijos. Lo erótico no fue su fuerte. Jamás volvió a enamorarse. La cama era el sitio ideal para el descanso después del regreso laboral, la limpieza del hogar, la cocina, la atención a los muchachos. En la vejez lo leyó. No había dudas. Padeció de anorgasmia y tal vez, el marido se dio cuenta de los suspiros mentirosos. En los tiempos de su juventud, quién le iba a decir a un hombre que no sentía nada, que nunca había sentido nada, solo el dolor del primer día. Aquello no la afectó. Cada cual concibe su realización en forma distinta, ese es su derecho. Y los tres hijos eran el fruto perfecto de aquel amor imperfecto.
Volvió el rostro. En la cama continúa, la compañera de habitación dormía. En los hospitales, los desconocidos se hacen conocidos. Tenía sus mismos síntomas y la sometían a idénticas pruebas. O era una actriz consumada o no la amargaban las suposiciones respecto al mal que la quejaba. También tenía tres hijos, tres hijos de padres diferentes que le pagaban a una cuidadora porque según decía la enferma, no tenían tiempo. A ella solo le interesaba la visita de un anciano bien plantado que acudía en las tardes. Por lo visto, aquello que se perdió, valía la pena. Pero ella nunca lo extrañó y menos ahora. Mientras la vecina recibía los arrumacos del viejo, ella se rodeaba de una familia compacta que la adoraba. Y total, ambas tenían los mismos síntomas y posiblemente, aquella enfermedad terrible.

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