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La Habana que Fredrika abrazó (II)

20 de noviembre de 2015

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Plaza de Armas, 1851

 

 

Igual se deleitó Fredrika Bremer con las retretas en la Plaza de Armas, describió sus palacios, sus concurrentes y los alrededores. Destacó la estrechez de las calles, decía: “…de modo que en muchos casos, los toldos que sirven para dar sombra a las tiendas, se extienden de una casa a la de enfrente”, y las aceras, “…pocas veces del ancho suficiente para que dos personas se crucen, corren a lo largo de las filas de casas”. Asimismo plasmó una de los retratos más exactos que se puede tener, a través de la literatura, de la casa colonial cubana y la vida dentro de ella, como también de la imagen de la ciudad. Al respecto observó: “En las construcciones de la ciudad hay una gran mezcla de lo regular con lo irregular, de lo viejo con lo nuevo, de lo espléndido con lo destartalado. Junto a una arcada elegante y junto a un muro brillantemente pintado aparece otro muro medio desconchado, cuyas pinturas al fresco casi se han borrado o se han desprendido con el enlucido. Y el viejo muro no se repara, y la antigua pintura no se retoca”. Junto a los textos realizó dibujos e ilustraciones de cuanto pudo interesarle, por ello se le veía siempre en sus paseos con un álbum bajo el brazo. Su visión de la ciudad puede resultar idílica y romántica, incluso, su mirada a la esclavitud, pero así era su espíritu y es innegable su fina percepción ante cada detalle o situación.

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Hotel Havana House, Oficios y Obrapía

Se hospedó en el hotel Havana House, en Oficios y Obrapía, edificio que aún se conserva y donde una lápida colocada en el año 2001, obra del escultor español Antonio Grediaga, evoca la presencia de la escritora sueca en La Habana. En esta amplia casona Fredrika recibió al “Ruiseñor de Suecia”, la soprano Jenny Lind, quien estaba en La Habana, camino a Nueva Orleáns, y se había presentado en varios escenarios de la capital. Juntas compartieron paseos y charlas en el cuarto que la novelista ocupaba en la también llamada “Casa de Hospedajes” del señor Woolcott que, según la señorita Bremer, era un hotel muy bueno, pero de la misma manera muy caro. Y escribió sobre la propiedad del americano: “Pago cinco dólares (veinte riksdaler) al día, por una pequeña habitación que no podría imaginarse más sencilla, y dentro de un par de días tendré que pagar seis dólares, o compartir mi cuartico con otro huésped desconocido. Porque dentro de un par de días se espera otro vapor con nuevos viajeros de Nueva Orleáns”. No obstante cualquier inconveniente, siempre se sintió a gusto, ante los cuidados de las personas que le atendieron con esmero y se preocuparon por ella. Desde la azotea de este hotel, después del té, disfrutaba de La Habana. Por ello apuntó: “Por allí me paseo sola, hasta muy tarde en la noche, contemplo el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ciudad a mis pies”.
No se le escaparon los personajes de la época. De su pluma caminaron criollas y criollos, negros y mulatos; damas de sociedad y caleseros; comerciantes de tabaco, sacerdotes y hacendados. Nos parece pasear con ella en el carruaje de moda: las volantas, esa especie de “grandes insectos, con enormes patas traseras y un hocico largo”, que con sobrada imaginación la Bremer describió. De igual manera, tenemos la impresión de acompañarla a tomar el fresco por las afueras de La Habana.
Así recorrió la Catedral, la Pescadería, el Hospital de San Lázaro, la Casa de Beneficencia y el Cementerio. Contempló la procesión del Domingo de Resurrección y visitó los Cabildos de Negros. Pasó tres días en el Cerro y uno de excursión en Guanabacoa. Quedó prendada de los históricos Jardines del Obispo, en el primero, y recordó al otrora pueblo de indios, “como una miniatura de La Habana”.

 

Lápida a Fredrikra

Lápida a Fredrikra

Concluida la lectura de las Cartas… quedamos convencidos que fue para nosotros para quien las escribió, eso, si la imaginación fue poca y no creemos que estuvimos con ella en cada lugar que conoció. No volvió más a Cuba Fredrika Bremer, luego viajó a Palestina, envuelta en los caminos hacia Jerusalén. Murió en Arsta, castillo de la familia en los alrededores de Estocolmo, en 1865, a los 64 años de edad.

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