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Una piedra filosofal

31 de octubre de 2015

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img_como_proteger_a_los_ancianos_del_calor_en_verano_19339_origAmigos desde la infancia, en esas amistades hechas cuando el poseedor de la bicicleta Niágara la prestaba al desatendido por los Reyes Magos. Ninguno visitó la casa del otro. No importaba. En los placeres existentes todavía en el reparto, jugaban a la pelota en el mismo team. En la adolescencia, el estudio de uno y el aprendizaje del oficio del otro, los separaron para unirse después en las milicias y los trabajos voluntarios en ese barrio de placeres desaparecidos y edificios amontonados.
Viejos los dos, reunidos nuevamente en el deber de la búsqueda del pan cada mañana, protagonizaban una obra de teatro con la escenografía de las paredes despintadas y la luz de un sol en tono acariciador. Con el repetido y educado “Buenos días, ¿cómo está la familia?”, desbocaban las andanzas del día anterior en un libreto sujeto a pocos cambios. Uno, envuelto en las consecuencias de una familia extendida en una vivienda que no podía crecer. Intereses y preferencias diferentes entre yernos, nueras, hijos, tíos, sobrinos, hermanos, primos. El otro, entretejiendo la soledad junto a la esposa en una casona enorme arañada en los techos por el tiempo y por los espacios vacíos. Contaba los regateos con el último comprador de esta casa en venta obligatoria, pero amada hasta en las goteras de las vigas y losas del techo.
Terminado el renglón personal, pasaban a otros temas. Lectores constantes, glotones de los noticiarios radiales y televisivos, comentaban y juzgaban el devenir de los países cercanos y lejanos. Los asustaban los gritos de la naturaleza herida, prodigando tifones en el Pacífico y huracanes en el Atlántico. Los avergonzaban en su condición humana, las desgracias engendradas por la ambición y los odios. Les horrorizaban los rostros sufrientes de niños, mujeres y ancianos como ellos calificados de daños colaterales. Y discutían las posibles soluciones en el caso de los emigrantes y les reconfortaban por lo menos, las conversaciones de otros pueblos en busca de la paz.
Terminada la mirada al exterior, pasaban a las hipótesis sobre la realidad nacional. Hurgaban mas allá de las noticias leídas, escuchadas y vistas. Hacían pronósticos, emitían soluciones. Y sellaban la partida en una interrogación abierta, combinada entre inquietudes y esperanzas.
Uno, no importa quién, no marchó a buscar el pan durante varios días. El otro, no importa quién, sorprendido primero y preocupado después, se dirigió al septimo día a la casa del ausente. Ni tocó la puerta. Con voz temblorosa, preguntó por la ventana. Alguien contestó que había muerto dormido, siete días atrás.
En camino solitario al pan, en silencio despidió al amigo. Le agradeció la respuesta a tantas preguntas formuladas por los dos en aquellos encuentros cerrados por el momento.
Detuvo la mirada en los rojos marpacíficos salientes de una cerca y no en los alambres enmohecidos de esa cerca desvencijada. Archivadas las interrogaciones, buscaría solo las posibles alegrías. Detenido en la acera, apoyado en una pared, miró al cielo y como en la niñez, le inventó figuras cómicas a las nubes.

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