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Por un traguito de aguardiente

30 de mayo de 2015

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13A los treinta y pico aprendió a leer. Con diez hijos al retortero de poco le servía y pronto las letras retrocedieron a lo de siempre, a parecerse a los cocos las redonditas y a plátanos burros las estiradas. Con los ojos rojizos por el humo de la leña y los chiquitos prendidos de las tetas, aquellos libros entregados sirvieron para levantar la pata coja de la mesa y además, para qué le servían aquellos cuentos que decían estaban en aquellas hojas si ella en la boca tenía cientos, siempre supo contar del uno al cien, salidos de la otra boca, la de la abuela en reposo tranquilo en el cementerio del pueblo en su única visita allí.
Todos estos recuerdos los tenía hoy encima y de ellos no salía porque la bisnieta, decían que era la hija de la hija de la hija, no sabía cual, y el muchacho ese de la cámara que no era de hacer fotos a los recién nacidos encueros, le pedían que hablara de su vida. Y ella ya tenía empantanados los recuerdos y solo hoy le salía ese, el de cuando aprendió a leer y a poner su nombre y hacer una carta, otra cosa que tenía olvidada porque con tantos hijos y la leña y el río para lavar, ya tenía el nombre del río en la boca pero se le iba como el día en que perdió el pan de jabón en el agua.
Aquella chiquilla seguía con la letanía de que hablara de cuando todos sus hijos marcharon a la escuela y estudiaron y viajaron y le hicieron esta casa linda en que vive. Si ella lo sabe todo por qué se lo pregunta y por qué se lo cuenta a este muchacho tan blanco y tan rubio que no puede ser otro hijo de un hijo de un hijo.
Esta que viene ahora si la recuerda bien, es la nieta que vive con ella, la que la baña todos los día y le da el vaso de leche y hoy, le echó tanta colonia que la hizo estornudar y no le dijo el “Jesús, María, José “ que se tiene que decir cuando se estornuda. Y le trae un jarro de café y no la regaña. Este café sabe como los que se tomaba con el marido en los guateques porque pica, rasca la garganta, da ganas de toser y…
Al extranjero le dio un poco de miedo lo del aguardiente en el café de una anciana cercana a los noventa años y hasta pensó que si le ocurría algo, podían los familiares hacerle una reclamación.
Y los recuerdos empantanados se alebrestaron con el alcohol y al documentalista novato venido a descubrir el agua tibia, le descubrieron los sentimientos que lo atropellaron porque él ya no tenía parches en sus empates generacionales ya que los muertos no tienen página en Facebook todavía.
Entre el olor a colonia y el aguardiente, desfilaron guajiros de machetes alzados en defensa de la tierra, yerbas arrancadas a las lomas en remedio para los empacho y hasta se cantaron décimas cucalambeanas y los hinchados pies quisieron y no pudieron marcar un paso porque las joconerías también tienen límites.
Y entonces el novato documentalista acostumbrado al Johnny Walker comprendió que comprender a los del aguardiente de caña, no es fácil.

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