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Cuando éramos tan jóvenes

17 de enero de 2015

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telefonPor pura casualidad, alguien le suministró el teléfono. Anhelante, llegó a la casa y no hizo caso a la mirada curiosa de la joven porque esta abuela no había contestado el beso de recibimiento ni preguntado por el día en la universidad. Durante cuadras, la anciana repitió mentalmente el número ya que la memoria se resentía. Cayó más que sentarse en la butaca, tomó el equipo y marcó. ¿Es El Narizón? Al recibir un sí, bombardeó de palabras al oyente, quien gritó su nombre. ¡La reconoció! La anciana, frente al espejo patrimonial de casa de mobiliario paralizado en el tiempo, se observó y alegró. Por lo menos, le quedaba aquel timbre dulce e ingenuo, porque los años le habían robado la esbeltez, el frondoso pelo. La candidez de creer en el otro todavía la sostenía.
Aquella tarde, los nietos extrañaron sus interminables conversadas con amigos porque la abuela se apoderó de la línea. Junto a ese desconocido recorrió cincuenta años montados en palabras y emociones. De una angustiosa expresión al enterarse o enterar al otro de la muerte o enfermedad de un tercero, saltaba la carcajada al visualizar anécdotas pasadas en que fueron protagonistas u observadores.
La anciana parloteaba en voz alta y en un instante, el tono subía decibeles insospechados. En aquellas historias en que detallaba la agonía sufrida por alguien, tomaba la tesitura de alguna actriz de esas escuchadas en un ciclo del cine de ayer y de anteayer. Segundos después de lo trágico, aquel pegado a un teléfono lejano, la hacía interpretar los personajes de una vivencia recordada por los dos.
A la fuerza, los jóvenes participaban del intercambio. Era difícil empatar las tramas pero algo sacaban en claro. Esta abuela regida por las horas, comedida en el hablar, vigilante en la actitud de ellos en los estudios y en el comportamiento social, en la juventud anduvo de aquí para allá y contó con grandes amistades del sexo masculino. El nombre del abuelo no aparecía en esas páginas del pasado. En la nieta, seguidora de las telenovelas, nació una preocupación. Pronto el abuelo llegaría de su turno de custodio en un almacén cercano. Y la sorprendería hablando con ese ser apodado El Narizón. Optó por evitar el peligro de una pelea por celos que le desnivelara la presión arterial a ambos. Nerviosa gritó un “¡abuelo está por llegar!”. La anciana no le hizo caso y notó que hablaba más emocionada, mientras cruzaba las piernas y en el espejo se reflejaban hasta las várices de los muslos.
El sonido de la cerradura, asustó a los jóvenes. Abierta la puerta, la estampa cansada del anciano apareció. Un estentóreo grito de “¡Narizón, acaba de llegar Sancocho!”, rebotó en las paredes de la casa. El hombre olvidó la caminata y casi arrancó el auricular a la esposa. A él le tocaba devorar el tiempo junto a aquel compañero de trabajo de los dos en aquellos años de sueños cumplidos a medias.
Al abuelo, la abuela siempre lo había criticado por comilón, pero nunca lo llamaba por aquel apodo de Sancocho, ganado en la juventud y repetido en las conversaciones de esa larga tarde.

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