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Terminan las vacaciones

23 de agosto de 2014

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abuelosEl anciano comprobó la fecha en el almanaque. Faltaban pocos días para el término de agosto. Pronto le llegaría la paz. Con un pañuelo podía secar el sudor de la frente, colocarse delante del ventilador, quitarse hasta la camisa en la casa, así combatía el calor, pero no podía contrarrestar la algarabía de los nietos y sus amigos durante julio y agosto, los restos de galletas diseminados hasta en el baño, las peleas por los juegos electrónicos, por el último dulce escondido en el refrigerador, por el pulóver de símbolos extraños o los lentes de contacto de color azul extraviados. Porque en el sitio compartían este verano, niños, pre adolescentes y adolescentes a tiempo completo.
Al principio, hacía años, los hijos los engatusaron con el pretexto de que los nietos necesitaban del afecto de los abuelos distantes, del espacio abierto y saludable del barrio donde ellos vivían, pues los pobres pequeños permanecían en estrechos apartamentos citadinos. Y que además, pero no era lo importante, a ellos les convenía cierta soledad en pareja para gozar de alguna diversión y recuperar fuerzas. Los enternecieron, en especial a la abuela y él, más guiado por la mente, observó que poco a poco, a pesar de que ellos todavía continuaban trabajando, las propias vacaciones se empleaban en la atención a los nietos, más que al descanso necesario. El hogar se convirtió en un círculo infantil de tránsito y en unos años, en un proyecto para el entretenimiento de los escolares.
Así y todo, aceptaban gustosos la encomienda y esperaban dispuestos la llegada de las vacaciones. Pero el tiempo hace crecer a los párvulos y envejecer a los abuelos. Y de contra, aquellos niños de tanta temporada en el barrio, hicieron amigos de padres que también querían gozar de la lejanía de los descendientes. Sabían que los hijos estaban en buenas manos.
Y aquel tranquilo hogar de los recientemente jubilados, quienes criaron a los hijos sin ayuda de otros familiares, y que supusieron que algunos de los vacíos acumulados por cumplir con el trabajo y la atención a los hijos, lo llenarían en su calidad de dueños absolutos del tiempo, comprobaron que para ellos como en la canción de la juventud, la vida seguía igual.
Aquel reguetón retumbante venido de una de las habitaciones, lo hizo sacar sus propias conclusiones. Decidido, marchó a la cocina, lugar donde la anciana permanecía por gran parte del día en la tarea de saciar los voraces estómagos de los visitantes. A ritmo del reguetón que también invadía la estancia, volcó la relatoría de los hechos que lo llevaron a una única conclusión: Cada padre y madre cargaría con sus hijos. Ellos pasarían solos el próximo verano.
Sudorosa, demacrada, pero con fuerzas para amasar las cien croquetas de pescado, alzando la voz por encima del tan tan de la música, exclamó acongojada: “¡Pobrecitos, uno no sabe lo que les deparará el futuro!”.
El anciano no respondió. Él sí sabía lo que le deparaba el presente.

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