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El Hurón Azul

25 de julio de 2014

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Salir fuera de la centralidad habanera puede ser difícil y fatigoso, pero si el sitio es histórico, hermoso, envolvente, y sobre todo, lleno de color, entonces bien vale la pena intrincarse en los terrenos de Párraga y conocer un espacio donde se reunió la intelectualidad de una época y se conversaron temas del arte y la cultura universales: El Hurón Azul. Allí acogió el pintor Carlos Enríquez a sus amigos también para comer, beber y disfrutar del lugar paradisíaco recibido, en 1938, como parte de la herencia paterna, y donde resolvió construirse una casa tan original como su propia personalidad.
A semejanza de una estación de ferrocarril de Pensylvania, levantó el artista su vivienda. Con ayuda de los amigos y materiales de rastro armó su casa-taller de madera, a la cual incorporó elementos compositivos de la arquitectura colonial cubana como una magnífica reja del siglo XIX, colocada en la fachada; un vitral para la puerta del fondo que tamizaba la luz y coloreaba los pisos; y las tejas, en un inicio francesas, luego criollas. De dos puntales, en la planta baja ubicaría el artista la pequeña sala; la biblioteca, especial no sólo por lo extensa sino por lo especializada; la cocina, sencilla y elemental, como casi todo en el Hurón…; el baño, igual provisto con el mobiliario reciclado; y la habitación de dormir, tal vez poco usada para el fin concebido si se sabe  de la bohemia nocturna del pintor y la preferencia por su silla de extensión siempre al lado de sus libros.

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En los altos, instalaría el taller, con la claridad y el silencio que el local encristalado podía aportarle a la creación. Se asciende por una estrecha escalera de madera marcada por el pintor con sus pasos, según él, huellas de un fantasma que, como a las buenas casas, a la suya también prestigiaba. A ello se suma la cábala de bienvenida sobre la puerta. Más el sello distintivo, jocoso y burlón de su propio espíritu, lo tradujo Carlos en la chimenea que le añadió a la construcción, lista y habitada en 1939. Luego pintó sobre esta singular estufa un paisaje con mujeres desnudas bañándose en un río. Fue su musa Eva Frejaville, su segunda esposa. En el Hurón…, el autor de El rapto de las mulatas, creó parte importante y considerable de su obra pictórica y literaria.

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Sin ser la finca de grandes dimensiones, admitió la siembra de árboles frutales, pinos, flamboyanes y muchos cedros que, al decir de su dueño, serían la fuente para sustituir las tablas dañadas por el tiempo y la intemperie. Rodeó los caminos de flores y el que conducía a la vivienda, lo circundó además con botellas vacías de ron, enterradas, costumbre que hizo extensa la colección.
De acuerdo con Juan Sánchez, importante intelectual y amigo del pintor, cuyos testimonios en su ensayo Vida de Carlos Enríquez han sido valiosos para estos apuntes, un día vieron a Carlos “…clavetear sobre la puerta la piel teñida de azul de un hurón. El pequeño roedor, obsequio de otro artista amigo, fue teñido con azul de metileno para que “armonizara” con el color de puertas y ventanas. Parece que, a la postre, murió intoxicado y que, a partir de ese momento, la finca comenzó a ser sobrenombrada, por Carlos y sus amigos, El Hurón Azul…”
Todo ello condujo a tejer, entorno al lugar y la personalidad de este genio de la pintura, numerosas leyendas e historias que convirtieron a ambos en mitológicos y excepcionales. Este menudo hombre de guayabera cruda, pantalón bien estirado y sombrero jipi de alas anchas, como el vecindario lo identificó, trabajó intensamente en los días del Hurón…, donde vivió hasta su muerte, el 2 de mayo de 1957, cuando la inapetencia y los daños del alcohol ganaron la pulseada con la vida.
Pintó y escribió rodeado de la presencia de intelectuales y amigos como Agustín Guerra, Félix Pita Rodríguez, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Víctor Manuel, René Portocarrero, Fidelio Ponce de León, Martínez Pedro, entre muchos otros, cubanos y extranjeros. Incautó con su obra la aversión burguesa a su estilo y su actitud desenfadada ante el arte. A esa sociedad hostil respondió con su irreverencia, su sarcasmo, sus aires de modernidad y su espíritu de cubanía. El Hurón Azul fue refugio y cómplice directo de sus motivos y transparencias; de amores verdaderos y eróticos encuentros; fue el espacio donde discutió con libertad, apartado de rancios conceptos y en grata compañía del grupo más diverso.
Nacido en el poblado de Zulueta, en la antigua provincia de Las Villas, el 3 de agosto de 1900, Carlos Enríquez Gómez ennobleció la vanguardia pictórica cubana iniciada en los años veinte del pasado siglo, en especial, con la Exposición de Arte Nuevo 1927, auspiciada por la Revista de Avance con la cual colaboró. Expuso dentro y fuera de Cuba. Fue premiada su obra y para la posteridad fulguran óleos como Rey de los Campos de Cuba, su famoso Rapto de las mulatas, La Arlequina, y  Dos Ríos. Inolvidables son sus Campesinos felices, el Retrato Radiográfico, del poeta Félix Pita, sus retratos a Eva y sus paisajes. Las novelas Tilín García, La Vuelta de Chencho y La Feria de Guaicanamar; aluden a otra faceta del hombre culto y fecundo que fue. Mayor entre los grandes, nadie supo, como él, sublimar la figura del cuerpo femenino, de un bandido, o de un guajiro.

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El Hurón Azul fue convertido en museo el 21 de mayo de 1987. Allí sus especialistas estudian con entusiasmo su vida y obra, al tiempo que se muestran cuadros y otras piezas que pertenecieron al pintor y escritor. En la década de 1990 El Hurón Azul fue restaurado y ostenta, desde el 20 de octubre de 2000, la declaratoria de Monumento Nacional.

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