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El desayuno truncado (I)

4 de julio de 2014

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En una fría mañana del invierno de 1762 se presentaban varios soldados y oficiales ingleses en la casa del obispo de la villa de San Cristóbal de La Habana. Sin mediar muchos gestos y luego de leer alto y claro las razones de un largo decreto cargaron con el prelado sin dejarle terminar su desayuno.
Se daba así punto final a una disputa mitad oficial, mitad personal y que había comenzado poco después de la entrada de los británicos a la capital cubana.

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Aquello que la historia universal recoge como la Toma de La Habana por los ingleses tiene entre sus muchos ecos el de promover el suceso que la Memoria trae a sus páginas.
Los personajes fueron nada más y nada menos que el Obispo Diocesano de la Habana don Pedro Agustín Díaz Morell y Santacruz, y Sir Georges Keppel, tercer Conde de Albemarle y Comandante en Jefe de las fuerzas invasoras.
El 14 de agosto de ese año y luego de varias semanas de cruentos combates en el asedio a la plaza, el alto estratega inglés entraba a la ciudad y dos días después empezaban los conflictos entre las dos personalidades.
El día 16 un oficial se presentaba en nombre de Albemarle ante Morell para exigir el cumplimiento de lo que se conocía como “El Derecho de Campana”, costumbre muy europea que obligaba a cualquier ciudad rendida ante una fuerza enemiga dar cuenta de todas las campanas de sus iglesias, monasterios y conventos, así como las de los ingenios y las instaladas en sus correspondientes dotaciones de esclavos.
Las campanas ―de buen bronce― debían ajustarse y además pagar por ellas. Después de un “tira y afloja” Morrell pagó 10 mil pesos por el derecho.
Quince días después volvían a chocar ambas personalidades:
El lord inglés le pidió al jerarca eclesiástico una iglesia para que la tropa pudiera realizar sus oficios de la religión anglicana. En un principio el obispo se negó, y Albemarle le envió encendidas cartas de protesta a las que Morrell respondió con “santa ira”.
El inglés optó por tomarse la iglesia de San Francisco de Asis, y además autorizó a asistir, a quien quisiera, a una iglesia católica. ¿Resultado? Los domingos se atestaba la de San Isidro, para escándalo de damas y caballeros de la sociedad habanera y regocijo de varias hermosas jóvenes de las buenas familias de la ciudad.

En octubre se produjo otro altercado entre el conde y el obispo, cuando el Lord le exigió al prelado otro pago por concepto de donativo.
En carta fechada el 19 de octubre Albemarle le comunicaba a Morell, entre otras lindezas que: “lo menos que puede UD pensar a ofrecer por esta donativo es cien mil pesos. Mis deseos es a vivir en mucho concordia con V.Y. y la iglesia, lo cual he manifestado en cada ocasión hasta ahora. Espero el no tener motivo para desviar de mis inclinaciones por descuida alguna de su parte. Dios Guarde & B.L.M. & Albemarle” (sic).
Al parecer, la respuesta fue la total ignorancia.

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