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Un león del Prado

15 de marzo de 2014

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índiceDecidieron pasear por el Prado habanero. Las melosas palabras siempre la hicieron poseedora en el arte de convencer al prójimo y en especial hacía galas, cuando el prójimo era el hombre compartidor de su lecho en los últimos treinta años. Existió uno anterior, fundador de los ritos amorosos en la inmensa cama, pero por su afán de minimizarla en todos los aspectos, pasó a retiro conyugal y solo propició un nuevo enlazamiento en las buenas y las malas, al valorar las cualidades ciertas de este compañero que, después de una cansada búsqueda de productos por las tiendas, aceptaba agregar pasos a la caminata.
Años atrás, muchos más de los que la anciana deseara, vivió en la zona. Tantos años que todavía en aquel tiempo, en los árboles pernoctaban los autóctonos totíes y no los invasores gorriones. Deambulaba en las mañanas el Caballero de París y en las madrugadas un músico apodado el Chori, dibujaba en tiza su nombre en los pisos porque el graffiti arañador de las paredes no estaba de moda. Él la escuchaba atento aunque las anécdotas ya las conocía, solo que esta tarde se escurrían en los sitios originales y ella señalaba hasta los bancos en que se sentaba y creía ver hasta la línea provocada por sus patines de municiones.
El anciano era un maestro en el arte de la simulación positiva. No se le escapaba ni una palabra, ni un gesto, ni una emoción. Era el componente de una negociación lícita. En otra tarde, en el balcón del hogar, él evocaría por enésima vez al contemplar el cocotero de la casa vecina, aquel día que trepado a un congénere vegetal y con la audacia de la adolescencia, cayó y recibió de premio esa ligera cojera apenas perceptible, acompañante de su existencia. Entonces, ella lo escucharía tan asombrada como en el primer relato y él se abstraería de pensar que la anciana era también, una actriz consumada.
Llegados casi a la calle Neptuno, la mujer estaba paralizada frente a uno de los leones paridos por un cañón desactivado. Una alegre sonrisa le rejuvenecía el rostro. No pudo contenerse. Una mano arrugada acarició al altivo rey del paseo habanero. Asombrado, contempló a la esposa que apoyaba la cabeza en una de las frías patas del animal. Este león guardaba una historia todavía no desenrollada. Después de unos minutos de adoración, la anciana la contó en una voz aniñada, ingenua. “Yo quería subirme al león como hacían los varones cuando los guardianes no estaban. Nunca mi madre me dejó porque decía que se me podía romper esa cosa valiosa que tenían las niñas en el medio”. El hombre en voz de padre regañón contestó: “Hace un buen rato que se te rompió aquella cosa valiosa, pero si lo intentas ahora que no hay guardianes, puedes romperte un hueso”.
La carcajada unísona les borró el cansancio de la caminata. Ella se despidió de su león y marcharon en busca de un ómnibus.

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