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Estatuas vivientes

23 de febrero de 2014

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Los muchachos la rodeaban, entre admirados y burlones. Día a día, repetida la escena, se acostumbraban. Además, Leonardo Gamboa no permitiría que molestaran a su Cecilia Valdés. Él esperaba el turno, vestido a la usanza decimonónica, para sustituirla en el papel de estatua viviente. El anciano observaba atentamente. En verdad, esta muchacha de bata cubana, pelo negro largo y lacio, una mano puesta en el corazón y la otra, abierta y suplicante, glosaban a la original. El anciano, conocedor del libro y la leyenda, sabía que la mulatita carne, huesos y letras impresas, no se desrizaba el cabello con keratina y en el rango de los mestizajes cubanos, estaba considerada casi blanca y esta, de labios abultados y piel canela oscura, entraba en otro renglón clasificatorio.
Culto y andante de su tiempo, este adulto mayor conocía de las estatuas vivientes de moda en el globalizado mundo. Era una manera honrada de ganarse los bolsillos y más, cuando este par de muchachos reproducía una página inmortal de la literatura, la música y el teatro cubanos
Arribaban turistas. Dentro del estatismo del prsonaje, los ojos de la mulatita actual expresaron viveza. En la mano suplicante, los recién llegados de origen anglo, depositaron billetes. Cecilia cobró movimiento y voz y declamaba en un inglés machucado los amores incestuosos de la pareja, mientras Leonardo ocupaba el puesto de estatua viviente.
A paso lento, el anciano se retiraba acompañado de una idea recién nacida. Él también sería una estatua viviente. Una estatua viviente sentada. Porque no podía permanecer largo rato de pie. En alguna parte de la casa, lo sabía, descansaba una silla de tijera. Cualquier niño se la cargaría hasta el parque. Nunca osaría quitarles la oportunidad a Cecilia y Leonardo, a ellos les pertenecía la plaza, y tampoco se la dejarían quitar.
Sentado bajo la sombra de un árbol del parque, permanecería inmóvil. Estaba acostumbrado a la quietud corporal. Las piernas entreabiertas, los brazos colocados en las piernas, la cabeza inclinada. Sería una estatua viviente parlante a toda hora. Sentía la necesidad de hablar. Hablaría de las natillas planchadas que le hacía la abuela, los juegos de pelota en el placer del barrio, el pescozón recibido por el suspenso en Aritmética, la primera novia del bachillerato, aquellos guajiros que alfabetizó, las marchas de miliciano, los cortes de caña, los amigos de la universidad…Los recuerdos mas lejanos eran ahora los mas cercanos y eran los que le gustaba contar.
Si venía un turista, bien, pero nunca le aceptaría ni un dollar. No le hacía falta. En la casa, la familia lo cuidaba. Ropa limpia todos los día, los alimentos prescritos por el médico, así como los medicamentos. Y tenía su cuarto propio que la hija le mantenía arreglado. Lo único, ya nadie lo oía en la casa cuando hablaba de las natillas planchadas que le hacía la abuela, de los juegos de pelota en el placer del barrio, el pescozón recibido por el suspenso en Aritmética…

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