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Un piano vengativo

15 de febrero de 2014

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pianoCorcheas y semicorcheas en guerra declarada. Opuestas a la presión de los dedos conocidos. Todavía que las teclas del piano del restaurante le jugaran la mala pasada, lo comprendía. Machacadas por tantas manos ignorantes, odiarían hasta a Chopin si desgranara en ellas un estudio complicado. Pero en su piano, el comprado por el padre a base de sacrificios y por librarse de la exigencia diaria de la madre, era imperdonable. Afinado mensualmente por el experto, libre de las mordidas asesinas de los insectos, brilloso el cuerpo y acariciado todos los días, desde aquella fecha de sus ocho años en que se hizo dueño de esta sala y de sus horas todas a pesar de fiebres, malezas estomacales y las inmensa ganas de corretear como todos los niños.
A la madre, la miseria le rompió el sueño de aprender el piano como lo hacían las muchachitas ricas del pueblo. En lugar de conformarse con los conciertos escuchados en la emisora CMBF, se encaprichó en poseerlos en vivo y en directo y a él lo sentó en la banqueta de la profesora de música y después lo llevó a hacer las pruebas que por desgracia, aprobó. Porque si bien fue un alumno esforzado que aprendió el solfeo y que gracias a las horas obligatoria en la casa bajo los ojos maternos, cumplió los años de estudio, nunca poseyó el don o la vocación de algunos de sus compañeros, aquellos pianistas brillantes de recitales en el extranjero y medallas de reconocimiento. Esos, envidiados y hasta odiados por la madre, no por el que encontró en algunos, manos amigas que en los últimos tiempos, le aseguraron el trabajo.
Porque él, solo tuvo un concierto, el de la graduación. Los espíritus del polaco Chopin y el húngaro Lizt y menos aun, el díscolo Mozart nunca lo acompañaron. Y a la madre jamás la conquistaron ni siquiera los danzones del bizco Romeo porque hasta le negó la asistencia a las retretas de la Banda. Así tampoco a la música popular le puso mucho oído y contra la contrariada progenitora, deambuló de orquesta a conjunto, de charanga a grupo porque el brillo de las teclas no le fue propicio pues ni siquiera podía ensayar esas músicas en el piano hogareño. Así desembocó  en restaurantes de segunda categoría en aderezo espiritual de platos y repitió hasta el cansancio la melodía de filmes famosos en que no podía faltar ni en las noches de celebraciones alegres, la consabida Casablanca. Por lo menos, la madre aceptaba también las “Candilejas”, el “Te para Dos”, “La vida en rosa” y otras, ensayadas en la casa suscrita a CMBF. La primera y única mujer, solo resistió a la madre por unos meses. Le gustaban los boleros y se los pedía en el piano, género prohibido en la casa como el son y el chachachá.
Muerta la madre años atrás, él asimiló la única compañía del viejo piano cuidado con esmero. El malagradecido, después de tantos años consagrados a él, lo traicionaba. Las teclas no obedecían a los envejecidos dedos. Venganza tardía, venganza al fin y al cabo porque nunca pudo sonar con las “Tres lindas cubanas” y ya le daba igual que lo atacaran los comejenes.

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