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Tacones en las nubes

8 de febrero de 2014

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taconesLo escuchó en las conversaciones sostenidas por la madre con las amigas. Tenía esa edad en que el cerebro es una esponja recién extraída del mar. Y lo fijó. “Una mujer sin tacones no es una mujer elegante”. Debido a su pequeña estatura, incorporó aquella frase con tanta fuerza que al arribar a la adultez, solo utilizó chancletas a la hora del baño pues los deberes hogareños los realizaba también en tacones de más de una pulgada. Los del diario, los de los estudios o el trabajo, la alzaban sobre cualquier terreno y los de las ocasiones especiales, la empinaban hasta las nubes. Así lo imaginaba ella cuando, mirada al frente y complejo de gacela, se sentía observada con admiración. Su ego alimentado con las vitaminas del orgullo, le taconeaban en los oídos ante ciertas expresiones burlonas masticadas a su paso.
El tiempo transcurre para las pequeñas, las medianas y las de alta estatura. Un día cualquiera comprobó que al pisar un mínimo desnivel en el suelo, los tendones le advertían que a pesar de lo afirmado por el cantante, la vida no seguía igual. Ni el agua caliente con sal probada por sus pies en aquella palangana, la aliviaba al regreso de la calle.
Algunos y algunas – el género apenas establece diferencias en este sentido –, asimilan la adultez mayor al contar las arrugas, debutar con malestares crónicos y necesitar espejuelos o cirugía restauradora. Ella solo se sintió clasificada en la Tercera Edad ante el obligado descenso de los niveles alcanzados por medio de los tacones. No los resistía, las punzadas le recorrían el cuerpo entero.
Imitando a los niños en los primeros pasos, se sometió a la adaptación. Aquí no se cumplía aquel dicho popular. “Para bajar todos los santos ayudan”, pero no para bajar de tacones de tres pulgadas a media. Pagaba la larga exageración en miedos inventados respecto al equilibrio y cierta respuesta agresiva de los talones, obligados ahora a incorporarse al trabajo.
La llegada de la hija distante desde hacía años, después de la alegría del encuentro la hizo comprender que nunca le confesó en cartas, correos y llamadas, los cambios convocados por la vejez. Conocedora del punto flaco de la madre, la adoración por los zapatos, le trajo una docena en diferentes estilos y colores, pero sí todos con tacones que acercaban a las nubes. La anciana los disfrutó con la vista y contra su voluntad la imaginación le jugó una mala pasada. Se veía montada sobre ellos, perdón, calzada con ellos y en andar ligero, recorría las avenidas. Inventó un dolor en una pierna y así evitó el estreno durante la estancia de la hija.
El mismo día de la partida, los tomó y salió a venderlos por el barrio. Era una mujer considerada que cuidaba al prójimo. Hablaba maravillas de los modelos en oferta, pero a su vez advertía a las muchachas acerca de los peligros de volar durante todo el día montada en tacones pues les cobrarían el viaje al llegar a la vejez.

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