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El placer de los ronquidos

11 de enero de 2014

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En enero surgió la propuesta. Entre los sorbos del te caliente, armaban la amigable discusión. Una amistad de años permitía el toque de cualquier tema lejos del atisbo de una mala interpretación. Tres matrimonios de más de treinta años de unión y más de sesenta años de vida intercambiaban acerca de las virtudes y defectos característicos en hombres y mujeres. Comprendían, eran gente instruida, que las generalizaciones lindan con el fracaso y en el negocio de juzgar al otro, es estúpido partir de modelos predeterminados. Otra taza de te, esta vez premiada con un chorrito de ron, animó las especulaciones en la terraza que daba al mar.
Sonriente, el más cercano a la séptima década, convertido ya en observador imparcial propuso un juego, aceptado inmediatamente por las mujeres. En ese mismo lugar, la terraza venerada por todos, dentro de doce meses se reunirían. Cada uno traería un análisis de las virtudes y defectos de su pareja, quien lo conocería en ese preciso momento y el grupo completo opinaría sobre los aciertos y desaciertos del juicio.
Los otros hombres presentaron resquemores que las mujeres combatieron firmemente. Alegaban que serviría para limar defectos y afincar virtudes pues todos querrían arribar al otro enero, limpios de polvo y paja. En medio de risas, sí estuvieron convencidos de que a sus edades, los cambios necesitarían cirugías profundas en el rango de los defectos arraigados en la personalidad, esos ultrajadores del carácter y los sentimientos. Al fin, aceptaron el reto convencidos por el alegato de que pudiera servir para eliminar o aliviar, por lo menos, el consumo excesivo de dulces, quizás borrar el cigarro para siempre junto a los ronquidos. Estas especificidades aportarían el lado risueño, sin dejar de ser importantes porque si contribuirían en rebajar hasta los excesos de peso, valía la pena.
Pasaron los doce meses y en este enero, cumplieron la reunión. Al principio, dudaron. Quien propuso el juego no estaría. El cariño del grupo cercaba a la viuda en apoyo al vacío irremediable. Ella sostuvo que él no los perdonaría que dejaran inconcluso su última propuesta pues desde la cama de enfermo, le recomendó que no faltara a cumplir su parte. Él nunca dejaba una tarea inconclusa y ella sería su representante. La primera taza de te permanecía sin probar. La anciana, voz firme al principio, leyó las extensas cualidades que adornaron al ausente y al llegar a los defectos, en un párrafo corto, arrullado en cada sílaba, concretó: “Algunas noches roncaba… extraño tanto esos ronquidos”. Quedaron en silencio hasta que uno de los amigos recuperó el valor para narrar que una noche en que lo cuidó en el hospital, él le dictó los juicios sobre la esposa. La cubrió de hermosos adjetivos. Solo le endilgó un defecto. Lo despertaba en las noches en que roncaba. Alguien se levantó para buscar un poco de ron para el te. Lo necesitaban.

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