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Ni linda, ni loca

30 de noviembre de 2013

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Para una anciana sola, el teléfono es un gran amigo. Y en especial, cuando esta anciana perteneció desde la infancia al bando de los ingenuos empedernidos y tímidos a gran escala. De esos, tan revestidos de temores a la vida que, un día, encuentran que se le pasaron los años de los encuentros sin encontrarlos.
Gracias a la comunicación esta vez, pensaba resolver un problema sencillo, averiguaría las direcciones y servicios de talleres de reparación. El rechazo al ómnibus, le provocó que varios electrodomésticos y desde el día anterior, incorporada al desastre la cocina, esperaran por el arreglo. Acomodada en la butaca, acudió al invento del italiano Meucci.
Una amable operadora la trató con amabilidad y le brindó varios números telefónicos. Marcó el primero. Una voz de bajo profundo le contestó un “no, cariño, aquí no arreglamos licuadoras de esa marca”. Apenas notó el fracaso del primer intento. Aquel “cariño” la sacudió. ¿Sería posible que a los ochenta años todavía produjera su garganta sonidos arrebatadores?.
Después de unos minutos de ego perturbado, pasó a la siguiente probabilidad. Esta vez la negativa le llegaba en un tono de mezzosoprano. “No, mi amor, aquí no arreglamos licuadoras, pero yo te puedo dar el teléfono de una amiga que tiene piezas, hasta el vaso de cristal de fábrica”. Aquel “amor” venido de su propio sexo, la asustó. En cuestiones del derecho a la orientación sexual estaba desactualizada, anquilosada en viejas creencias. Tragó en seco, dio un fuerte “gracias” y colgó rápidamente.
Al fracasar con la licuadora, saltó al arreglo de la cocina. Otra voz masculina plácida como la de Domingo. Al principio, no lograba entenderlo. Por encima de las palabras, un regetón furioso competía con la voz, colado en el equipo distante. “Mira, linda, llámame mañana cuando el mecánico esté aquí. No te preocupes, loca, ese te consigue las piezas”. Colgó. Demoró en digerir la rápida conversación. Que le dijeran “linda” no le preocupó tanto, pero que la llamaran “loca”, la asustó.
Aturdida, llamó a la amiga más querida, la compañera del colegio de monjas. Tenía su misma edad, pero andaba por la calle, bastón en mano, libre de miedos a los ómnibus y a los huecos de las aceras. Siempre fue muy  atrevida, era capaz de masticar las obleas de la comunión en la misa de la escuela. Y esa sí que logró casarse y más de una vez. A pesar de los hijos, los nietos y los bisnietos, siempre encontraba un tiempo para ella.
Era su paño de lágrimas, la fuente de consejos, la que la sacaba de apuros. Le contó palabra por palabra, emoción por emoción, lo ocurrido vía cable telefónico. Al oído le llegaron las carcajadas de la otra. Le nacieron pucheros ante la burla de la amiga querida.
Y esta amiga que la conocía bien, le detuvo los lloriqueos y le puso los pies en la tierra. Ni su voz sonaba a campana de cristal, ni la adivinaban linda, ni le entregaban una bolsa de cariño y mucho menos, la calculaban loca. En aquellas llamadas le aplicaron la técnica del irrespeto, del mal gusto en las relaciones humanas que van en retroceso de lo humano. Y lo peor, los causantes no perciben siquiera la involución sufrida.

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