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Juan Gualberto (II)

26 de julio de 2013

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“Ah, amigo! … ¡Qué zozobra, qué fortuna hasta este instante y qué tierna admiración para usted! ”. Así le escribe el Héroe de Dos Ríos a Juan Gualberto en carta fechada en febrero de 1895.
Desde los días mismos de la creación del Partido Revolucionario Cubano, en 1892, cuenta Martí con su “amigo quedísimo”, quien conoce todos los detalles de la conspiración.
Martí acostumbraba a decir que Juan Gualberto “quiere a Cuba con aquel amor de vida y muerte y aquella chispa heroica con que la ha de amar en estos días de prueba quien la ame de veras. (…) Él tiene el tesón del periodista, la energía del organizador y la visión distante del hombre de Estado”.
Entre los héroes del 24 de febrero de 1895 está también Juan Gualberto quien hubiera querido incorporarse a la manigua, pero es apresado por los integristas. Y sufre un segundo destierro. No volvería a Cuba hasta 1898.
El cese de la dominación española no significaría para el prócer matancero el fin de la lucha por la independencia. Por aquellos días, sus contemporáneos lo describen como un mulato achinado, de pequeña estatura. “Detrás de sus resbaladizos lentes brillaban unos ojillos taladrantes”, lo detalla uno de sus biógrafos. La nariz amplia, los labios gruesos. El abundante pelo rizado, partido al medio.
Con su figura de criollo sencillo, se le veía recorrer a pie, con su paragua y su tabaco, las calles de La Habana Vieja.  Cuentan que siempre se detenía para saludar a amigos y simpatizantes y tenía siempre a mano una palabra de ánimo, un comentario, un chiste. Jamás dejó de ser un hombre de pueblo.
No por gusto, fue el hombre de confianza de nuestro Héroe Nacional, pues éste supo aquilatar en él al patriota consecuente con sus principios, como lo demostró a toda hora, lo mismo en el destierro, que en las duras condiciones de las prisiones de Ceuta, o cuando se alzó en armas el 24 de febrero, o cuando desde la prensa o la tribuna predicaba por la independencia y la igualdad racial.
Dentro de los periodistas cubanos de su tiempo, fue uno de los más destacados. Sobresalía por la claridad del lenguaje, habilidad en la polémica, audacia en la idea, vigor en el estilo y cortesía para con el adversario.
Junto a Enrique José Varona y Manuel Sanguily, se convirtió en la conciencia del pueblo cubano. Como apuntó Sergio Aguirre, ellos devinieron “excepcionales voces de advertencia contra la ciénaga republicana”.
Juan Gualberto, el periodista mulato, el defensor de su raza oprimida, el gran polemista, no transigió con la intervención norteamericana, ni con la dictadura de Machado.
Una vez al rechazar un ataque de sus enemigos, había dicho: “Soy sobre todo y antes que otra cosa, un cubano que nunca ha dejado de serlo, y que no ha soñado con ser otra cosa”.
Con tal proceder no es de extrañar que muriera en la pobreza aquel 5 de marzo de 1933, pero querido y respetado por su pueblo. Era un símbolo de patriotismo.
Hay una anécdota que lo retrata de cuerpo entero. Ocurrió el 10 de mayo de 1929 cuando el tirano Machado, a quien Juan Gualberto fustigaba por sus desmanes, le impuso en el Teatro Nacional, repleto de público, la Orden Carlos Manuel de Céspedes, en el grado de Gran Cruz, la más alta condecoración que confería la República.
Lejos de renunciar a sus principios, el viejo patricio aprovechó la ocasión para decirle al dictador en su cara que aceptaba la Orden de sus manos porque los honores no se pedían ni se rechazaban, pero que nadie se llamara a engaño:
“No tengo esta noche ideas distintas a las que tenía ayer” (…) porque “El Juan Gualberto con Cruz es el mismo Juan Gualberto sin Cruz”.

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