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El perro milagroso

1 de julio de 2013

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Echaba el maíz y las observaba. El arrebato de las gallinas y los pollitos la alegraba. Entrecruzados, saltaban, se picoteaban y cada madre cuidaba su cría. Para ella, el día había comenzado hacía un buen rato. Desde la salida del sol, en pie. Estaba incapacitada para dormir la mañana y incapacitada también para acostarse tarde. Aunque la película de la TV le gustara, los ojos se les cerraban. Tantos años al cuidado de una tanda de hijos y de un marido que marchaba al campo antes de la salida del sol, provocan costumbres duras como la tierra en tiempo seco. Las gallinas pedían mas. Las golosas tendrían que esperar a que el hijo le trajera otro saco de maíz. Ya ellos no cultivaban y dependían de las siembras de la prole.
El grito del marido la sacó de su conversación interna con las gallinas. El viejo perro le contestó al hombre con un ladrido alegre. La voz del amo le retornaba las fuerzas. Aquel cachorro juguetón, asustador inocente de polluelos, arrastraba las patas traseras, pero por lo menos el, las tenía. Al hombre, se las habían cortado.
La anciana marchó a la cocina y encendió el fogón. El café pronto estaría en la cafetera regalada por uno de los hijos. El hombre renovó el grito y el viejo perro los ladridos alegres. La anciana respiró profundo. En voz baja, murmuró una oración. La repetiría durante el día, anhelante de conformidad y paciencia. Preparó el café con una sola cucharadita de azúcar, el vaso de agua de la tinaja porque a esas horas, el despreciaba el agua del refrigerador. Bandeja en mano, entró en la habitación. Desde la cama matrimonial, la esperaba un anciano de rostro dañado por el sol y de ojos tristes dañados por la enfermedad. A ella ni los años, ni los trastazos de la existencia le habían cambiado el tintineo alegre de la voz. El “buenos días le nació vibrante y una sonrisa miedosa le llenó los labios. A veces, sentía vergüenza por conservar la alegría cuando veía el picoteo de los pollitos y el cielo anaranjado de las últimas madrugadas. El no respondió. Bebió en silencio el agua y el café.
La mujer le dijo en voz bajísima que si quería, le prepararía el baño. Que si quería, después tomaría el desayuno de leche descremada y ese pan oscuro que otro de los hijos le traía. Que si quería, desayunaría primero y ella lo ayudaría a bañarse mas tarde. Que si quería lo llevaría en la silla de ruedas por ese caminito que le había preparado el hijo menor y que estaba tan liso como una avenida de ciudad.  El hombre no contestaba.
Ella lo comprendía. Fue un hombre rudo y dominador y a la vez, cariñoso con ella y los hijos pues sabía transformarse en el instante preciso y pasar del regaño ante una bribonada infantil a la carcajada estrepitosa. Y se veía y se sentía mitad hombre por estar encadenado a las ofrendas de los hijos y la ayuda de ella de la mañana a la noche.
Un ruido les desvió la mirada. El perro, derrengado por la vejez, llegaba para rendir tributo a su amo. El anciano lo llamó, le acarició las orejas  y exclamó: ¡Este perro es mas hombre que yo!. Y rió con una carcajada antigua y le pidió a la mujer que le preparara el baño. La anciana sonrió abiertamente y en silencio, le dio las gracias a ese dios que hasta sabe utilizar un perro a la hora de hacer los milagros.

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