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Los miedos compartidos

27 de junio de 2022

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frijolesEn el diccionario particular de él, no existía el vocablo “desganado”. En ese sentido, nunca tuvo disgustos con este hombre. Devoraba todo lo que le servían en plato de losa, cartón o en la mano. Por este motivo, desde hacía días estaba preocupada. Él había perdido el apetito. Ella se había esmerado en aquellos frijoles negros, sus preferidos, y los espesos frijoles quedaron intactos en la mesa. Ante su pregunta del porqué de aquel desprecio a su arte de cocinar, él contestó con una sonrisa. La ayudó a recoger la mesa y en el rostro, la serenidad acostumbrada. Marchó al baño. Se aseó y cambió de ropa. Planeaba una salida y el sol acometía a esa hora con fiereza. Le dijo el nombre de un amigo al que visitaría. La esposa se guardó lo que pensaba. Él era un hombre atado a viejas costumbres. Hacer visitas a la hora de la siesta sin aviso previo, entraba en la lista de las incorrecciones.
La preocupación la atacó. A su viejo le ocurría algo. Conectó la radio en remedo de compañía. Ni Aznavour, ni Nino Bravo lograron remontarla a sus años adolescentes de escuchas embelesadas y futuros amores con jóvenes pilotos. Temía que en el tranquilo hogar se estuviese forjando un drama. Pasó revista a las últimas conversaciones, a los últimos gestos. Tenían preocupaciones como todo el mundo, pequeñas preocupaciones en comparación con otros conocidos. A ellos, los hijos ausentes, les aseguraban el vivir diario. La ausencia se sentía. Los nietos crecían lejos, pero era ley de la vida, le insistía él, que los retoños crecidos, tomaran sus propios caminos. Cuando ella le daba por lloriquear por los nietos, él le salía al paso, cambiando de tema o con algún chiste. Aquella mañana regresó de la calle con naranjas, frutas favoritas de ambos, pero simplemente las colocó en la mesa sin comentarios. A su viejo le pasaba algo, no había dudas.
El taxista trató de entablar conversación con este anciano que no protestó por la tarifa del viaje. Comprendió que quien se dirige a un hospital puede estar preocupado, pensando en lo peor. Estaba en lo cierto. El setentón se acercaba a una consulta concertada con ese gran especialista, gracias a la intervención de un amigo común. Lo ocurrido esa mañana cuando regresaba feliz con las naranjas, agregaba un síntoma terrible a los olvidos de recados, nombres, teléfonos en los últimos tiempos. Había tomado el camino habitual de regreso a la casa. En un instante indefinido, no supo dónde estaba, ni para qué estaba allí y ni sabía quién era. Desconocía por cuánto tiempo había permanecido detenido en la acera. Veía caras, escuchaba voces. No aportaban significados para él. No supo cuándo se reintegró a la realidad, ni por cuánto tiempo permaneció en ese estado.
Mientras él se hacía mil preguntas que terminaban siempre en el nombre del médico alemán, temido por todos los ancianos, en la casa permanecía la esposa, asustada también. No recordaba el nombre del amigo a quien su pareja visitaba en una hora en que todos los viejos dormían la siesta. Esos olvidos a los que ya se acostumbraba.

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