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Evocación de María de los Ángeles Santana (V)

14 de octubre de 2021

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La mujer cubana se siente bien representada con tu extraordinaria belleza […] eres gran artista de temperamento y amiga fiel y cariñosa. Eliseo Grenet

La mujer cubana se siente bien representada con tu extraordinaria belleza […] eres gran artista de temperamento y amiga fiel y cariñosa. Eliseo Grenet

En ocasión de cumplirse este 2 de agosto el aniversario 107 del natalicio en La Habana de María de los Ángeles Santana —fallecida en esta capital el 8 de febrero del 2011— continuamos hoy la publicación parcial del testimonio que, acerca de la gran cantante y actriz, redactara nos redactara, en agosto de 1999,  Enrique Pérez Díaz, talentoso escritor cubano y sobrino político de ella.

Dada su extensión, estas remembranzas no pudimos incluirlas en nuestro libro Yo seré la tentación: María de los Ángeles Santana, en el cual solo figuran algunos pasajes, modificados con respecto al original. Tiene por título el testimonio de Pérez Díaz La verdadera Santana y, a seguidas, aparece la siguiente dedicatoria: «Gracias, siempre, Mary, por la emocionada aventura compartida».

 

Mientras tío andaba sobre las azoteas instalando antenas de televisores en colores (que siempre se veían en blanco y negro) o en los garajes atendiendo el Ford azul, el huevito blanco o el MG, nosotros pasábamos largas horas conversando sobre arte, haciendo divertidos remedos con la Historia al estilo de Escriba y lea o tomándole a mi tía la letra de algún largo libreto, de esos que tienen 250 bocadillos y, pese a conocerla bien, uno siempre duda si logrará aprendérselos todos antes del estreno.

San Nicolás del Peladero fue otra larga y emocionante aventura en nuestras vidas. Cada jueves, durante décadas, nos íbamos a pie hasta el estudio –repetíamos la experiencia de caminar por El Vedado en las noches, años después cuando la puesta en escena de Una casa colonial, en la sala Covarrubias, del Nacional, mientras tío filmaba con el ICAIC Polvo rojo, en Moa.

Para mí era divertido alternar  con aquellos personajes que aún lo eran después de salir de la escena y a quienes mi tía llevaba a cuestas como una inevitable familia: Santisteban y Yuya, Arredondo y Fabiola, Carlos Moctezuma, el irónico Germán Pinelli, Agustín Campos, Mario Limonta y Aurora Basnuevo, Juan Carlos Romero y Mariana Ramírez Corría. Pienso que sería injusto si no reconociera la devoción que esta especie de hija ciclónica -así llegaba siempre a la casa- alocada y vehemente, durante tantos años, ha demostrado sentir por la Santana, a quien nunca le faltaron voluntarios hijos e hijas adoptivas, que luego desaparecían sin más. Nuestra biblioteca se encuentra llena de libros dedicados por Mariana. Así descubrí las primeras ediciones de Huracán, sí, aquellas que a tan buenos escritores nos dieron a conocer y se deshojaban al viento…

Con los años, el Peladero –programa que, pese a la fidelidad de casi todo el pueblo de Cuba, fue desapareciendo en libretos gastados, esquemas que limitaban al humor en su ejercicio y también mientras morían sus principales intérpretes- se convirtió en los Festivales del Humor, adonde concurrían actores y humoristas por toda la Isla. En alguno que otro, cuando tuve la suerte de acompañarles, también descubrí el encanto de la vida trashumante y bohemia, inherente a quienes nunca saben en qué hotel dormirán, dónde cenarán y con el encanto de su personalidad van dejando amigos desperdigados en cada pueblo.

A fines de los 70, por circunstancias familiares, mi madre comenzó a dar clases de piano en la casa. La idea de hacer una fiesta de fin de curso enseguida prendió en mí y pronto me vi organizando una obra teatral con los niños del barrio y hasta remedos de Para bailar –donde también actuaba otra genial músico de la familia, mi pequeña hermana Elizabeth Rebozo, quien, de oído, vuela sobre los teclados desde que tenía dos años. El teatro, es obvio, me tiraba muy de cerca y nuevamente mi tía me dio una gran prueba de su adhesión hacia mis inquietudes. Recuerdo que en una ocasión representábamos a la vez La bella durmiente del bosque (muy a los Disney, desde luego) y algo de unos sioux, y estuvimos toda una semana picando sacos y viejos mosquiteros (¡que luego provocaban una picazón y coriza horribles entre los integrantes de mi tribu!), y haciendo varas mágicas y adornos de plumas y pelucas de una sogas y varillas metálicas que nos dejaron las manos desolladas. Con paciencia infinita, buen gusto y, en medio de sus múltiples ocupaciones habituales (cocinar, ensayar, actuar, grabar, atender constantes llamadas telefónicas de su larga nómina de admiradores fijos -que llaman hasta dos y tres veces al día- o a los incidentales, y seguir en cada una de sus frecuentes correrías a mi tío Julio)— la Santana cosió nuestros disfraces en un tiempo récord y, sobre todo,  me dio confianza en que todo saldría bien, aun sabiendo que era cosa de aficionados. En realidad, no apoyaba un resultado, apoyaba un esfuerzo, una ilusión.

¡Para cosas así, siempre se ha pintado sola, incluso cuando los directores vacilan en una puesta, ella es capaz de tomar el timón del barco, aprenderse la letra del elenco completo y, sin que el público lo perciba, hacer que todo salga bien! Jamás los neófitos podrían darse cuenta de cuando sus partenaires han vacilado, pues la Santana, con inefable ética y solidaridad, es capaz de ponerles el texto en la boca ante los ojos de todos, y, si acaso, solo sería capaz de percibirlo ¡algún niño en verdad fan a eso de memorizar bocadillos y con una mirada ciertamente inquisitiva…!

La cabañita de Bacuranao, que edificaron piedra a piedra, leño a leño, con el fiel José Rodríguez, un indio silencioso y esquivo, fue otra de las obras maestras compartidas con mis tíos. Desde los años cincuenta poseían un terreno en el reparto Celimar y, allá por los ochenta, el mundanal ruido les hizo concebir la posibilidad de construir allí una casita de veraneo.

Lo que primero habían sido cuatro horcones  con unas tejas, poco a  poco se fue convirtiendo en el más acogedor recinto que alguien pueda imaginar. Mi tía, con un verdadero gusto artístico totalmente ecléctico para la decoración –donde lo mismo se combinaban un caracol y una esponja marina, un ramaje seco, que una acuarela, una herradura de la suerte (quitada quién sabe a qué caballo, ¡la creo muy capaz!) o el ancla de un barco- fue dándole al sitio un toque maestro que cautivaba a cuantos visitantes por allí llegaban. Ella misma, fanática a recoger objetos en cuanta playa pisen sus pies, la fue llenando de trofeos costeros y se ocupaba de pintar, casi mensualmente, las paredes de tablas con pinturas de todos los colores. Creo recordar que allí nació, ante las contingencias de un almuerzo con muchos visitantes inesperados, su famosa receta del arroz-casualidad, confesada a Hildita Rivero durante el programa Contacto.

Buena parte de mi adolescencia transcurrió en aquella cabañita, en la que me refugiaba a leer interminables horas y a redactar mis primeros argumentos literarios para niños, que ella –sin paternalismo alguno-, se encargó de estimular a la vez que criticaba con rigor. Tío, que siempre fue más comunicativo que nosotros  -¿se les llamará así a los callejeros impenitentes?-

se perdía durante horas en bicicleta y la Santana y yo permanecíamos leyendo, haciendo comentarios, viendo filmes hasta la madrugada o simplemente cantando tango con las letras y las músicas intercambiadas mientras regábamos (o podábamos) el hirsuto jardín. En ocasiones, mientras él, como auxiliar de la PNR, hacía guardias de recorrido con otros ancianos del reparto, mi tía y yo –junto a la Cuca (una perra salchicha que nos acompañó durante quince años), luego una pastora de un nombre ruso impronunciable, que creo recordar significaba vida, y,  finalmente, con la pequeña Blondie- custodiábamos a algún que otro ratero prisionero  en el calabozo. “¡Es la alcaldesa, es Remigia, la alcaldesa!”, aseguraban emocionados de que alguien semejante los tuviera cautivos. O si no, durante la noche entera, dejaban escuchar unos sonoros Agamenoooon, que estremecían el sueño hasta el más remoto de los vecinos del reparto y ponían a mi tía más leonina que nunca. ¡El rimbombante nombre del mayordomo que ella misma bautizara repentinamente, durante una jornada del Peladero, durante años ha perseguido con tozudez a mi tía por cualquier sitio que atine a pasar!

(continuará…)

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