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En una calle cualquiera

3 de mayo de 2013

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¡Frenazo! El auto logró dar el corte. Los de atrás, frenaron también. Abre la puerta el chofer. El rostro enrojecido del joven y en ráfaga de palabras mal sonantes, insulta al peatón. Los asistentes al drama callejero, de acuerdo a la sensibilidad personal y al rango educativo, proliferan opciones variopintas. Todavía, el peatón paralizado en la calle. Es un hombre delgado y encorvado. La flaccidez de los brazos y las profundas rayas en el rostro anuncian la cercanía a los ochenta años. Ropas usadas y descocidas, aspecto desaseado. Y una mirada que dice…que no dice. Los otros choferes exigen la continuación del tránsito vehicular. El joven, cansado de gritar improperios sin respuesta, desahogada la furia, regresa al timón. Un cincuentón toma al anciano por un brazo. Dócil, obedece.
En la acera, los curiosos continúan la marcha. La mirada perdida del anciano cuenta historias conocidas por el cincuentón. Huele a sudor, no a ron ni alcohol casero. Del bolsillo, le toma el carné de identidad. Indica una dirección lejana. Pudiera llamar a la pizarra policial y dejarlo en esta esquina. No puede. Un recuerdo se lo impide. Lo vuelve a tomar del brazo y juntos, a paso lento, inician la larga caminata.
Faltan cuadras todavía y el calor es asfixiante. Aparece una cafetería oportuna. El anciano devora el emparedado y casi atragantado con el refresco, sonríe. El cincuentón constata que todavía el anciano sabe sonreír. Desconoce sus enfermedades, así que no agrega dulces a la merienda. Continúan el camino. Se acercan al barrio periférico. Es una calle de casas dispares en la construcción pegadas unas a otras. Las voces y las músicas altas traspasan las ventanas. Niños y perros juegan en la vía. Algunas miradas persiguen a la pareja.
Frente al número descascarado de la vivienda, detenidos los dos hombres. Los ojos del anciano despiertan. Insistentes los toques en la puerta. Una voz chillona grita un “¡No agiten!”. Abre una adolescente en tope transparente y short en las caderas. En otro agudo grito lanza un “¡Trajeron al viejo!”. Lo hala por el brazo. Solo por un mínimo instante los ojos de la muchacha cruzan los del cincuentón. La palabra le queda en la boca ante el tirón de la puerta. Indeciso el hombre permanece en espera de un regreso. No ocurre. Al volverse, reconoce las miradas burlonas en los niños mayores y siente las curiosas salidas de las ventanas ruidosas. Una idea ingenua surge. Tocar a la puerta. Tratar de entablar una conversación y brindar algunos pesos para el anciano. El mismo reproduce una sonrisa burlona. Tomarían el dinero quizás para la compra de otro tope transparente.
En el camino de regreso, repasa la triste experiencia. Acaso el anciano se sembró esta amargura en la sequedad de sus anteriores relaciones familiares. O es un ejemplo del olvido y desprecio hacia los antecesores. Y piensa en ese otro padre de testimonio vivo en su conciencia y que cuidó y protegió en su demencia senil hasta el último día.

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